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EL ESPACIO Y EL ARTE



El vacío

Tó tópos (lugar) y tó kenón (vacío) son las dos palabras de que disponían en la Antigüedad griega para aproximarse a la idea de espacio. Ambos conceptos son estudiados por Aristóteles en Física. Para el estagirita, “lugar” es un concepto de relación, por lo cual es imposible la idea de un lugar que esté vacío. Para poder entender en la actualidad estos conceptos es necesario recordar que el universo aristotélico es un cosmos singular de extensión finita, dentro del cual no hay posibilidad para los espacios vacíos y fuera del cual no hay nada, ni siquiera el vacío. Por eso, Aristóteles rechaza la posibilidad de que exista el vacío, en contra de lo que afirmaban Demócrito y Leucipo.

Si fue difícil encontrar acomodo a la idea de vacío en la cultura occidental, en Oriente está presente en la filosofía china desde el siglo V a.C. y halla una expresión clara en el arte de la pintura de inspiración taoísta, en la que dos tercios de la superficie pintada están vacíos de imágenes. Para Francois Cheng, ese vacío no es "tierra de nadie", sino que es un espacio activo que asume una función semiológica por medio de la cual se definen como signos y cobran sentido y plenitud los demás elementos.

En Europa, durante el siglo XVII, se desarrolló una auténtica batalla en el campo científico y filosófico entre los partidarios de la existencia del vacío y sus detractores. Curiosamente, en el campo de los detractores se alinearon algunos de los filósofos más notables de la época como Descartes, Hobbes, Spinoza y Leibniz. Tal vez, el momento culminante de esta disputa se alcanza en la correspondencia cruzada entre Leibniz y Samuel Clarke, en la que el matemático y filósofo alemán expresa sus objeciones a la filosofía natural de Isaac Newton, quien en su Física ofrecía unas nuevas concepciones del espacio, el tiempo, y el movimiento “absolutos”.

La concepción del universo que ofrece Newton se basa en la teoría de los átomos y del vacío y, por lo tanto, se opone frontalmente a la teoría leibniziana del continuo infinitamente divisible. Para argumentar la existencia del vacío, Newton se basa en evidencias empíricas, como los experimentos de Guericke y Torricelli, a los que Leibniz contrapone la imposibilidad de la “razón suficiente” teológica. Esa “razón” le lleva a argumentar que, si el vacío es la ausencia de materia, esta teoría no conviene, ya que según Leibniz “…cuanto más materia hay, más tiene Dios la ocasión de ejercer su sabiduría y su poder, y es por eso, entre otras razones, por lo que yo sostengo que no hay vacío en absoluto”. Dejando aparte la dependencia de los atavismos religiosos que se cernían sobre el pensamiento científico en Europa a principios del siglo XVIII y que se hacen explícitos en esta frase, en buena medida, la dificultad que ha existido para poder comprender en Occidente el espacio se ha debido a la imposibilidad de superar un cierto miedo a la existencia del vacío.

Sin embargo, es la idea de vacío la que ha predominado como cualidad más característica del espacio, es decir, la capacidad que posee un espacio para contener cuerpos con independencia de ellos. Por lo tanto, el espacio no son los cuerpos materiales, sino el intervalo que existe entre ellos o el hueco que llenan, lo que ha traído como consecuencia la idea anímica del "terror al espacio vacío", tema que reconocemos con la locución latina horror vacui.

El historiador del arte Wilhelm Worringer, en su célebre ensayo editado en 1908 bajo el título Asbtraktion und Einfühlung, menciona una teoría antropológica -que, advierte, no es estrictamente científica, aunque no por eso deja de servirse de ella- según la cual en la etapa evolutiva en la que el hombre se yergue para hacerse bípedo, deja de apoyar las manos sobre el suelo y, por lo tanto, de reconocer el espacio circundante por medio del tacto, debiendo confiar en el sentido de la vista, lo cual le produce una cierta inseguridad. Esa inseguridad ante el vasto espacio en el que se suceden los fenómenos de forma inconexa e incoherente es lo que se denomina la “agorafobia”. Ese horror al vacío se ha esgrimido para justificar el impulso hacia lo gigantesco de ciertas arquitecturas primitivas, como la egipcia, caracterizada por construir voluminosas pirámides y por el empleo de gruesas y macizas columnas que, carentes de función constructiva, intentaban destruir la impresión de espacio vacío. En buena medida, la magnificencia que caracteriza a la arquitectura del pasado es reconocida en esa cualidad de potente presencia física que se impone por su desmesurada estatura sobre el resto de las construcciones, por la impresionante masividad pétrea de sus volúmenes, acentuados en muchos casos con aristas vivas que los siluetean o con superficies de textura rugosa que acentúan su materialidad, o bien por la opacidad de lo construido que cercena la visión al encerrar al sujeto en recintos limitados. La idea del horror vacui, del terror a que el espacio quede vacío, se esgrimió también como argumento durante el Barroco para justificar las composiciones artísticas abigarradas que caracterizan las construcciones y las decoraciones de ese periodo.

        El vacío existente entre dos cuerpos próximos y estáticos, el espacio que los separa, permite que estos cuerpos puedan ser percibidos de un modo dinámico. Así, al aproximarse un observador hacia uno de los cuerpos, el otro “se va moviendo” con respecto al primero, la forma como el que se encuentra delante cubre al que se halla detrás, permitiendo una contemplación parcial del segundo, y la manera como ésta se va desvelando según se desplaza el espectador es posible gracias a ese vacío que los separa. Durante el Barroco, se empezó a experimentar con ese “espacio vacío” como elemento compositivo que genera tensión entre los cuerpos arquitectónicos, lo que se hace evidente en algunas plazas de aquella época.

        Pero lo que llamamos la “tensión entre los cuerpos” no es más que un efecto de percepción, una interpretación del sujeto que observa, algo subjetivo. En psiquiatría, la sensación de angustia que se produce ante los espacios abiertos y despejados, tales como plazas o calles anchas, se reconoce como una enfermedad descrita con el nombre de “agorafobia”. Con el fin de superar ese tipo de angustia, cuando ésta no llega al grado de ser morbosa, se llenan las habitaciones con elementos decorativos, muebles y objetos que cubren las paredes e inundan los locales rellenando los huecos más espaciosos. No en vano se ha señalado cómo esta necesidad de llenar los muros, cubriendo la desnudez de las paredes, y de ocupar el espacio, colocando objetos sólidos en los vacíos, son las razones últimas que justifican la necesidad de la pintura y de la escultura, así como de la ornamentación arquitectónica.

En este sentido, podríamos interpretar que los "estilos", esas formas características que adoptan las artes en cada época, son manifestaciones tipificadas de la manera en que cada cultura o sociedad ha sido capaz de combatir el terror al vacío y de hacer frente al miedo al espacio. No es de extrañar, por tanto, que haya costado un enorme trabajo, tanto a los arquitectos como a los historiadores del arte, entender el espacio como una cualidad positiva de la arquitectura.

Frente al temor innato que provoca la sensación de vacío, explotada por los románticos, existe la necesidad primigenia del hombre de proyectarse en lo masivo, de tallar gruesos menhires, columnas o figuras colosales que, imponiéndose sobre la plana vacuidad de una llanura, proporcionen confianza con su expresión de solidez. Piénsese en la imponente presencia de los templos griegos de Paestum, con sus gruesas columnas aún hoy en pie, o en los mitos generados por el Coloso de Rodas o el Faro de Alejandría.

Acotado el espacio, marcado con hitos que lo dominan, es como el hombre ha combatido el miedo al mundo desconocido del infinito espacial. En un mundo en el cual el hombre era entendido como medida del universo, tanto la idea del vacío, la existencia del cero, como la de infinito o la de inconmensurable costaron mucho trabajo ser asimiladas.

Un importante paso lo dio Edmund Burke cuando el 1757 publicó su ensayo Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello. En este ensayo presenta el vacío y el miedo como cualidades de lo sublime. Burke clasifica los objetos según dos tipos, los bellos, que son lisos, tranquilos y placenteros, y los sublimes, que producen terror porque sugieren soledad, inmensidad y poder, y argumenta: "Todas las privaciones generales son grandes, porque todas son terribles; la Vacuidad, la Oscuridad, la Soledad y el Silencio".

La “vacuidad” sublime de Burke está relacionada no sólo con la privación de los sentidos de la vista (oscuridad) y del oído (silencio), sino con las ideas de vastedad e infinidad, de sucesión y uniformidad que conducen, a su vez, a la noción de infinito. Estas ideas anidaron de forma muy particular en la obra de los llamados “arquitectos visionarios”, como Etienne-Louis Boullée, Claude-Nicolas Ledoux y Jean-Jaques Lequeu, entre otros. Solo la idea de la sublimidad como vacuidad espacial, oscura y silenciosa, vasta y uniforme, dota de sentido al proyecto del Cenotafio conmemorativo a Newton (1784) que Boullée incluye, junto a otros proyectos sublimes, en su libro de dibujos titulado L´Architecture.


Este proyecto muestra un enorme vacío, esférico e inconmensurable por falta de referencias, que representa la inmensidad del universo. En su interior sólo se halla el túmulo, empequeñecido por el peso del vacío, y a través de unas perforaciones practicadas en la cáscara de esta enorme cúpula se simulan las estrellas. De día, la luz del sol penetrando por esas perforaciones mostrará en la negra esfera de piedra la imagen de las estrellas inalcanzables; de noche, una luz cegadora hará imperceptibles los límites de la cúpula. Así, la arquitectura de este Cenotafio se inmaterializa y lo que muestra es el espacio vacío y la infinitud del universo.




Javier Maderuelo

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