jueves

LAS CARRETERAS Y EL PAISAJE


Preguntarse para qué sirven las carreteras a estas alturas y en nuestras latitudes puede parecer superfluo y trivial. Antes incluso de la generalización del tráfico rodado a lo largo de la primera mitad del siglo XX, las carreteras ya unían núcleos de población entre sí y, sobre todo, espacios de producción con centros de consumo. El sistema viario ha estructurado históricamente el territorio y le ha dado cohesión. El transporte de mercancías y la movilidad laboral siguen sustentándose fundamentalmente en la red viaria; más aún en un país como el nuestro, donde la navegación fluvial es testimonial, la red aeroportuaria deja mucho que desear y el transporte por ferrocarril, desgraciadamente, sigue constreñido a una lógica radial decimonónica que nunca creyó en la transversalidad. Así están las cosas y así van a seguir durante algún tiempo, con algún que otro retoque que, en lo que atañe a los sistemas de transporte por carretera, debería orientarse hacia el incremento progresivo de la sostenibilidad: esto es, debería apostar por el transporte público y la generalización en todo tipo de vehículos, públicos y privados, de combustibles de origen vegetal, de motores híbridos, y, en un futuro algo más lejano, de los de hidrógeno. Dicho esto, cabe preguntarse si las carreteras sólo sirven para transitar por ellas como vía de transporte o para trasladarnos. ¿No tienen ningún otro valor, ninguna otra función añadida? Por supuesto que sí los tienen, y por ello vamos a tratar de recordar aquí su valor patrimonial y su función como vía de acceso al conocimiento del territorio o, más concretamente, como medio de aprehensión del paisaje.


En efecto, muchas carreteras comarcales y locales siguen el trayecto de antiguos ejes viarios que hunden sus orígenes en tiempos remotos, como nos demuestra la cartografía histórica. Con el paso de los años se fueron adaptando a los nuevos sistemas de transporte que debían transitar por ellas, pero conservan en su mayoría el trazado original y parecidas dimensiones, así como elementos arquitectónicos de elevado valor patrimonial (puentes, muros de contención, arbolado). De hecho, su propio itinerario es per se, muchas veces, un auténtico libro abierto al pasado, una verdadera lección de geografía histórica, con páginas abiertas a la estructura de la propiedad de la tierra o a la historia agraria de la zona. Por otra parte, su trazado es a menudo una excelente muestra de adaptación a los condicionantes del medio físico, de tal manera que a veces parece que el terreno ha estado esperando la carretera o, dicho de otra forma, que no pudiese seguir otro recorrido que el que siguió. Como si de vasos capilares se tratara, estas carreteras sustentan aún hoy la extraordinaria red viaria local de Inglaterra, País de Gales, la Bretaña francesa, casi toda Noruega y otras muchas regiones europeas, cuyas autoridades se han dedicado a mantenerlas en buen estado, y sólo han intervenido en las mismas cuando era estrictamente necesario y siempre de manera quirúrgica, con elegancia y profundo sentido del lugar. Por eso sorprende y duele mucho más cuando uno contempla estupefacto determinadas intervenciones desmesuradas y desproporcionadas en nuestra propia red secundaria, en una actitud muy propia del nuevo rico; actuaciones que no atienden a los valores patrimoniales descritos y que se justifican por supuestas razones de seguridad y de intensidad de tráfico, a pesar de que éste suele concentrarse en unas pocas horas a lo largo del fin de semana.

En las Primeras Jornadas sobre Paisajismo en Carreteras, que se celebraron en Barcelona hace poco más de dos años, se puso de manifiesto la otra función esencial que hoy cumplen las carreteras y a la que aludía más arriba: las carreteras son unas excelentes vías de acceso -nunca mejor dicho- al conocimiento del territorio y, más concretamente, de aprehensión de su diversidad paisajística. Como expuso Miguel Aguiló en las conclusiones finales, “la carretera debe participar del carácter de los lugares que atraviesa, superando su condición de simple obra lineal para convertirse en una forma de estar en el territorio. Su diseño se debe abordar con toda la complejidad que supone su carácter estructurante del paisaje, y no como un simple objeto colocado en un escenario preexistente”. En efecto, las carreteras no son únicamente vías de transporte, sino que se han convertido en la plataforma fundamental de percepción y disfrute del paisaje por parte de la inmensa mayoría de los ciudadanos. La comunicación del individuo con el paisaje se establece hoy básicamente a través de la carretera y sobre todo en el viaje, y no sólo cuando el viajero llega a su destino.

No parece, sin embargo, que hasta el presente se haya actuado en consecuencia, si atendemos al pésimo paisaje que uno percibe desde la carretera, como ya evidenció Manuel de Torres i Capell en el libro La transformació del paisatge a través de les carreteres, publicado en 1993. Se han multiplicado los adosados, las tiendas-gasolineras, las naves comerciales, las naves industriales, las edificaciones efímeras, las construcciones precarias a diestro y siniestro, los chiringuitos de todo tipo, lo que da como resultado un paisaje fracturado, desestructurado, desordenado, cada vez más mediocre y sórdido. Lo que contemplamos desde la carretera es a menudo banal y de escasa originalidad y calidad estética, sobre todo en las carreteras que dan entrada a los núcleos urbanos, convertidas en los últimos años en una especie de strada-mercato, como dirían los italianos. Es en estos paisajes híbridos, mestizos, de contacto y de transición entre los paisajes más propiamente urbanos y los rurales donde la sensación de caos y de desconcierto se vive con más intensidad. 

Pronto hará un siglo de los primeros parkways vías-parque norteamericanas, diseñadas para proporcionar a los automovilistas una conducción placentera a través del acondicionamiento paisajístico. Mucho más antiguas son las carreteras bordeadas con las tradicionales hileras de árboles, pensadas para mucho más que para dar sombra en verano, y que en nuestro país empezaron a talarse en fechas muy recientes, mientras que en Francia se conservan aún en centenares de tramos y son defendidas por asociaciones como la Association de Protection des Paysages. Si éstas y otras acciones paisajistas parecidas surgieron cuando la red viaria y el tráfico rodado eran insignificantes en comparación con su actual envergadura, ¿cómo se explica la actual dejadez e insensibilidad, ahora que tan necesitados andamos de paisajes placenteros, dada la mediocridad imperante? No parece que haya explicación para que de los ingentes recursos públicos destinados a infraestructuras viarias no se destine una ínfima parte para conseguir que el viaje sea también una agradable experiencia estética y, de esta forma, contribuya a educar algo más la mirada y la sensibilidad cotidianas del ciudadano.





Joan Nogue

No hay comentarios.:

Publicar un comentario