¿Quién podría saltarse en un viaje de reconocimiento un puerto llamado Oscuro? ¿Y si se hubiera llamado Puerto Claro? Probablemente también me hubiera detenido, aunque a descubrir oscuridades. Quien llama claro un lugar de la costa incurre, a priori, en un error; quien lo llama oscuro acertará siempre, aunque sólo sea porque el mar en la costa se llena de solapas. Y si bahías, penínsulas y golfos no son llamados oscuros con mayor frecuencia es porque nadie gusta de hacerle el juego al mar, nadie entrega así como así un paraje terrestre firme como la luz a esa otra forma de la noche que es el mar costero.
Disminuí la velocidad, salí de la
carretera, abrí un cerco alambrado, entré a un campo y seguí una huella que
bordeaba el lecho de un arroyo. Bajo un pabellón de sauces llorones, pasé junto
a un tranque donde una garza inmaterial se desprendió de su reflejo. Luego subí
una ladera abrupta contorneándola hacia el oeste y finalmente entré por arriba,
como quien dice por el paraíso, al teatro de Puerto Oscuro. Abajo, el proscenio
líquido lucía desierto pero brillante, como si la función fuera a comenzar en
cualquier minuto. Una única corrida de palcos con techos, puertas y vidrieras
no parecía ocupada por ningún espectador. Al fondo del escenario, mucho más
allá de dos paredes rocosas enfrentadas como edificios por sobre un angosto
canal azul, un breve tramo de horizonte marino limitaba infinitamente la
escena. La entrada en escena de un punto aparecido en ese horizonte, su avance
desde la borrosa lejanía hasta llegar al proscenio orillado de olas ha de ser
un acto tan prolongado, tanto tiempo debe demorar el punto en convertirse en
bote, yate o goleta, detenerse y anclar, que los espectadores de la obra deben
ser los seres más pacientes de la tierra. Porque en el teatro de Puerto Oscuro,
la entrada o la salida de las figuras flotantes es, como en todos los puertos
de la tierra, la totalidad de la representación.
¿Qué hubo antes: puertos o teatros?
¿tripulaciones o elencos? ¿capitanes o protagonistas? ¿Qué se construyó antes:
tablas para representar la tierra en la haz de las aguas o tablas para
representar la vida en la haz de las almas? ¿Dónde hubo antes espectadores, en
las costas o en las plateas? Cuando Lucrecio canta: “Dulce es mirar, desde
tierra, la ruda brega ajena en alta mar con los vientos que arrebatan las olas,
y no por lo de que en sufrir otro un lance hay jocoso deleite; sino porque,
libre tú de esos males, dulce es mirar”: ¿qué está contemplando el poeta, el
naufragio de un barco o la catástasis de un drama? ¿qué es esa dulzura que
experimenta sino catarsis?
Y aun cuando no haya naufragio o
desenlace: ¿no es acaso dulce la contemplación del paso de un barco por el
agua? ¿No dice Dante que el mismo Neptuno admiró la sombra de la nave Argo?
Acostumbrada a los cantos que ruedan, Tellus soporta el automóvil; Júpiter
admite el avión como admite los celajes; pero Neptuno admira el barco porque
éste no se compara con nada que conozca; nada, excepto el barco, se yergue y
arroja sombra en la haz de sus aguas.
“Antes de que hubiera naves los mares
languidecían en inerte somnolencia”, canta Estacio. Y si en su formulación
substituyo “naves” por “puertos” y “mares” por “costas”, y declaro: “Antes de
que hubiera puertos las costas languidecían en inerte somnolencia”,
¿distorsiono al poeta? Y si voy un paso más allá y substituyo “puertos” por
“teatros” y “costas” por “ciudades” y declaro: “Antes de que hubiera teatros
las ciudades languidecían en inerte somnolencia” ¿distorsiono acaso al poeta?
La nave despierta al mar, el puerto a la costa, el teatro a la ciudad: luces de
Puerto Oscuro.
Aquí, por primera vez en el viaje me hallo
en un sitio donde echo de menos una casa; donde a ojos vista hay que tener
palco con mesa, cocina y cama para asistir a la obra local. Escribiendo,
comiendo o soñando en una pieza de madera llena de nudos durante quién sabe
cuántos solitarios y silenciosos días, yo vería a través de una salpicada
vidriera la obra sin trama, trance ni fin, la obra limitada a la pura máquina,
a la pura intervención de unas embarcaciones sobrenaturales en la ensenada
angosta. Y en la noche, tendido en la cama, oiría el fragor de la tramoya
ardorosa de las olas, y recordaría con pena no exenta de desdén a los que no
estuvieran presentes, a los que no asisten a la obra de Puerto Oscuro, a todos
los que por ignorancia, miopía, abulia o infortunio se pierden Puerto Oscuro
diseminados en el descomunal foyer del continente. Y habría imaginado que la
mitad de ellos gemía o rechinaba los dientes y que la otra mitad no acababa de
repetir: “¿Has visto? ¡Balcells en Puerto Oscuro!” Y en mi palco oscuro y
rumoroso yo habría susurrado: “Sí, heme aquí de por vida”.
Así mi vida en Puerto Oscuro habría
brillado lejos; y Puerto Oscuro en mi presencia habría cambiado de oscuridad.
Ignacio Balcells
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