EL TENTEMPIÉ ESENCIAL
Trastabillé por entre rocas filudas y cactos nimbados de espinas y fui a parar a una orilla extraña. Punta Lobería parecía un salón monumental en el que una tribu de vándalos había celebrado jaranas inimaginables. Su pavimento de rocas estaba cubierto de grandes conchas blancas manchadas de vómito lila que sonaban como ocarinas cuando las pisaba. Pasé por entre pedestales que habían perdido sus colosos, secciones de artesonados fósiles, cornisas brotadas de algas, muros con nichos vacíos y llegué hasta un enorme umbral en donde el mar aún se presentaba flordelisado de espuma. A ambos lados estaban posadas aves con las alas desplegadas como en los blasones.
Aparte de la destrucción inmensa, de la
tribu de mariscadores no quedaba más rastro en el paraje que una hilera de
rucas hechas con varas de eucaliptus y láminas de polietileno negro que
chasqueaba cerca de la orilla. A través de sus roturas examiné los interiores
vacíos; en todos había basura añeja y sin olor, y uno que otro harapo. Bajo uno
de los toldos, sin embargo, había una mesa chica, destartalada y mugrosa con
tres patas metidas en la arena y sobre ella una ollita cubierta de tizne.
Por la sola circunstancia de hallarse
todavía arriba de la mesa y no tirada en un rincón con las basuras, la ollita
parecía contener un concho de humanidad, un tentempié esencial que el tiempo no
había pudrido y que yo comí con mis ojos gozosamente. Y que no me animé a
tocar. Algún día le haría falta a alguien. Algún día otro transeúnte abrumado
por la desolación de Punta Lobería descubriría la ollita puesta sobre la mesa y
se recobraría. Se esfumaría de su mente la horrible escena que el sitio inspira
protagonizada por una manada anfibia compuesta de machos y hembras negros,
lívidos, requemados por el sol y la sal; una manada de feroces animales que
esparcidos en las aguas las registran con emperramiento infatigable; que tienen
una especie de voz articulada, y que cuando salen del mar andando sobre sus
extremidades inferiores presentan una cara humana; que al caer la noche se
esconden en sus guaridas donde engullen algas y moluscos que no han sembrado ni
cultivado. ¡Salvaje visión borrada de mi espíritu gracias a dos trastos
insuperablemente yuxtapuestos!
Contemplé largo rato la mesa destartalada
con la ollita negra encima. Viajas, me dije, para encontrar tesoros como éste.
He aquí la joya que nunca habrías imaginado en casa y que ningún amigo podría
regalarte. Y sin embargo no viajas para ver, ni ves para creer. Al contrario:
el mundo se extiende delante tuyo para ahorrarte un corazón, para que viéndolo
todo no tengas nada en qué creer. Cuando de repente crees, cuando reconoces
como ahora un tesoro, no lo reconoces porque haga contraste con la desolación
visible –como un anillo en el fango– sino porque la desolación visible te ciega
de repente en un punto. Así, aquí, ahora, la palabra desolación desaparece
junto con tu vista y este tesoro en el que crees a ciegas exige el sol de una
nueva palabra para dejarse ver. Y tú escoges –¿qué otra?– la palabra
hospitalidad. En virtud de tal palabra, la mesa y la ollita abandonadas son la
mesa y la ollita preparadas, y el mundo desolado de Punta Lobería es un mundo
en ciernes.
Del Ulises que combatió en Troya dos
poetas –Demódoco y Femio– cantan las hazañas: ninguno de los dos estuvo en
aquel sitio. No haber estado presentes y, sin embargo, cantar como ellos lo
hacen es la prueba conmovedora del amor que les tiene la Musa. Porque los ama,
la Musa mantiene a sus poetas lejos del sitio donde impera la fuerza; porque
los ama, les inspira un canto que salva la distancia.
Pero el otro Ulises, el de la errancia por
los mares, no tiene un poeta que lo cante. Ningún Femio acomodadizo ni ningún
Demódoco invidente canta su paso entre Escila y Caribdis, su visita al país de
los difuntos, sus amores con diosas: Ulises mismo los canta. Es que a
diferencia de la Fuerza (tema esencial de la Ilíada según Simone Weil) que sólo
puede ser cantada transportándose, la Hospitalidad (tema esencial de la Odisea
a mi parecer) sólo puede ser cantada de cuerpo presente.
En la Odisea, Ulises quiere regresar de
Troya a su patria, Itaca; pero a éste propósito inicial, el héroe superpone
otro inconmensurable. Ulises quiere convertirse en el testigo de Zeus Xenios,
el Zeus de los forasteros y los suplicantes; Ulises quiere ser el huésped de
todos los seres dotados de palabra, de los reyes y los porquerizos, de los
vivos y los muertos, de los mortales y los inmortales; Ulises quiere dar al
mundo el orden de la Hospitalidad.
Su transformación de héroe de la Fuerza en
héroe de la Hospitalidad (que, bien entendido, no excluye la fuerza, como lo
atestiguan el ojo saltado del cíclope –ese anti-huésped– y los cuerpos
asaeteados de los pretendientes de Penélope –esos pseudo huéspedes-), su
transformación de guerrero en poeta se manifiesta como un despojamiento. Sólo
el día en que queda despojado de todo: de secuaces, de embarcación, de armas,
de ropa, de vigor, de gracia, de astucia, Ulises encuentra su Musa bajo la
figura de Nausicaa y, acogido como un huésped por ella, rompe por fin a cantar.
Gracias a Ulises, la hospitalidad es a la
lejanía lo que la fuerza es al sitio. Pero hoy, que la fuerza copa la tierra,
aunque nos desplacemos sitiamos. Así, dondequiera que vayamos vemos los sitios
desde el punto de vista de su toma, de su ruina. El viaje mismo es, en cierto
modo, un pecado en contra de la hospitalidad. Hoy un hombre viaja porque
sospecha, porque no cree lo que le han contado, porque su corazón no es capaz
de hospedar una tierra de oídas. Ver con sus propios ojos se dice “autopsia”. Y
esta palabra que designaba el examen personal de lo lejano no por casualidad
designa hoy el examen que se emprende cuando nos huele mal una muerte, cuando
nos huele a fuerza. Así en mi caso debo decir que salí por la costa de Chile
porque una lejanía amada llegó a sonarme tan hinchada, helada y hueca que no
pude sino emprender su autopsia. La emprendí, y cuando en el mundo ido al suelo
hallé una olla sobre una mesa, vi el rastro de una mano que no había sido
movida por la fuerza y me apresuré a reconocerla en nombre de la hospitalidad.
¡Milagro! ¿Cómo no creer que esa olla está puesta para mí? ¿Cómo callar el
eureka (que no existe) del poeta, y el salve (que ya no existe) del huésped al
servirme de esa olla en Punta Lobería?
Ignacio Balcells
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