EL PROYECTISTA Y EL LUGAR
Un lugar no es un
lugar cualquiera. Es un sitio con vestigios humanos. El aire, por ejemplo,
difícilmente es un lugar: es la región de las aves, de algunos insectos y
también de los aeronautas, pero estos seres no suelen dejar rastros, aunque el
aire a veces tiene pisadas de pájaro. El mar generalmente tampoco es un lugar,
si bien en el los hombres pueden perder cosas, como derrelictos, petróleo,
metales pesados u otras deyecciones.
Los lugares suelen
ser, pues, terrestres, y mas concretamente sitios hollados por el hombre. Bien
es verdad que pueden ser también parajes de la imaginación. Así, en el gospel
“el cielo es un lugar hermoso”, la palabra lugar es pertinente, aunque pueda
haber dudas sobre si lo es la frase. En cualquier caso, los lugares están
impregnados por la presencia de personas y de sus obras, porque son o han sido
habitados por ellas. Por eso, a una aldea o población se la llama un lugar.
Pero también un aeropuerto, una autopista, un campo de cultivo, el cauce de un
río con sus obras hidráulicas abandonadas, un bosque, una montaña… Los lugares
tienen, así, memoria, porque hospedan partes del alma prestada de los hombres,
y por eso susurran, aunque de manera confusa. Pero tienen también un cuerpo, es
decir, una cierta morfología física, una forma suficientemente homogénea como
para otorgarles identidad.
El proyectista que
transforma un lugar puede o no entenderlo, o incluso puede o no preocuparse por
entenderlo. Si no le interesa, suele invadir el espacio con las formas de su
propia mente despreocupada, en un acto arrogante e hiriente que incrementa la
estridencia universal. El proyectista más sensible procura leer y escuchar el
lugar. Pero, como hemos dicho, los lugares murmuran lenguas extrañas y
mezcladas y, más a menudo, callan. Por tanto, hay que interrogar pacientemente
al lugar. Como escribió un filósofo, las cosas no hablan, solo contestan. El
silencio de los lugares no es mas que la atenta espera a nuestras preguntas.
Comprender un lugar es averiguar los rumores de su habla y la forma de su
cuerpo, y esta comprensión permite al proyectista conversar con el para
amplificar su voz, mostrar su belleza o contradecirle: no necesariamente
debemos ajustarnos al lugar; lo lógico es reinterpretarlo o contraponerse a él
si lo juzgamos desastrado. Podemos marcar diferencias, pero no ser
indiferentes. La diferencia es una categoría de la complejidad; la indiferencia
lo es del aburrimiento. Muchas arquitecturas autistas, muchos paisajes
proyectados con demasiada suficiencia son, por este motivo, aburridos.
Ciertamente, puede
haber lugares que carezcan de interés morfológico o significativo. Algunos los
llaman no-lugares o alugares. En este caso esta justificado refundarlos,
reinventarlos, inocularles formas provocadoras o reactivas, introducirles
signos inéditos, iniciar una historia que no existía. Más a menudo los lugares
ya tienen su vida, su pasado, sus vocaciones, su belleza manifiesta o su
belleza implícita que se vislumbra si se observan con atención. El proyectista
que lo advierte interviene para desvelar estos atributos poniendo de manifiesto
las directrices, las geometrías profundas, las líneas de fuerza del lugar y
recuperando su memoria fragmentada; y para ello es probable que necesite
solamente un acento, una arquitectura mínima que puntúe el sitio.
Puede que incluso,
en casos extremos, llegue a la conclusión de que lo mejor es dejar las cosas
como están si las exigencias funcionales pueden soslayarse. Tal vez no hacer
nada conscientemente sea el acto culminante del buen proyectista.
Joaquim Español
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