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CARTOGRAFIAS DE LA EMOCION

Pocos objetos son tan habituales como los mapas, presentes en nuestra vida cotidiana de manera tan recurrente que casi nos pasan desapercibidos. Los contemplamos a diario y sin apenas darnos cuenta en la prensa, en revistas y anuncios publicitarios de todo tipo, en los servicios informativos de la televisión, en la calle, por la carretera, en las agencias de viaje y, por descontado, en la escuela, ya desde muy pequeños. Crecemos y vivimos rodeados de mapas, como si necesitásemos estar situados en todo momento, como si aún arrastrásemos un miedo atávico a perdernos en el espacio geográfico. Parece como si, con ellos en la mano, o a la vista, conjurásemos y escapásemos del horror vacui.

El mapa, sin embargo, es bastante más que un objeto. Es, de hecho, un lenguaje basado en unos códigos de representación gráfica muy claros y pautados que ayudan al individuo a comprender el mundo en el que vive a través de su trascripción geográfica más básica. El mapa estimula el pensamiento espacial y, a la vez, conserva la memoria de los lugares, rasgo substancial e inherente a cualquier civilización desde los albores de la humanidad, lo que explica que existan mapas desde tiempos inmemoriales en cualquier rincón del planeta y en todo tipo de soportes materiales. El valor de estos antiguos mapas es excepcional, como nos recuerdan desde una perspectiva científica los cartógrafos históricos y, desde una óptica más bien crematística, los anticuarios y coleccionistas. Museos y cartotecas de todo el mundo los exponen al público como auténticas reliquias y el precio que por ellos se paga en las tiendas de anticuarios y en las casas de subastas (en Christie's, sin ir más lejos) es equiparable al de cotizadas obras de arte. Como éstas, pero quizá de una manera más precisa y directa, los mapas antiguos nos hablan de la sociedad y de la cultura que los vio nacer, esto es de las tierras exploradas hasta aquel preciso momento, del nivel científico y tecnológico al que había llegado aquella sociedad, de sus valores y creencias y, sobre todo, de su visión del mundo.

Así pues, las funciones básicas y primordiales de la cartografía, antes y ahora, han sido y son las de orientarnos geográficamente en este mundo y conservar la memoria de los lugares. Con el tiempo, se añadieron a ellas otras dos funciones que en estos últimos siglos han adquirido una importancia capital: la transmisión a través del mapa –y de manera más o menos subliminal- de contenidos de carácter ideológico y su papel como instrumentos de primer orden para una mejor ordenación y gestión del territorio. Se ha escrito bastante sobre los objetivos de carácter ideológico de muchos mapas temáticos que presentan, aparentemente, un aspecto bastante inocuo. El estudio de la denominada cartografía propagandística es cautivador y está dando lugar a obras de enorme interés, como la de Dennis Wood, The Power of Maps, o la de Mark Monmonier, How to Lie with Maps?, entre muchas otras.

En relación con la función vinculada a la ordenación del territorio, hay que señalar que ésta adquiere una relevancia especial con el acceso de la burguesía al poder y la creación de los estados-nación modernos, que precisan, como estados territorializados que son, no sólo de un control territorial en el sentido más literal de la palabra, sino, sobre todo, de una ordenación y gestión del territorio eficaces. Sin ellas, el estado moderno nacido hace dos siglos sería inviable. Dado su carácter estratégico para la supervivencia del sistema, esta última función del mapa ha adquirido una importancia fundamental y casi hegemónica, hasta el punto que, en mi opinión, nos ha coartado la imaginación cartográfica, esto es la capacidad de elaborar otro tipo de mapas, de intentar cartografiar otro tipo de dimensiones geográficas, quizá menos visibles y, sin duda, más intangibles.

Existe un sinfín de relaciones del individuo con su entorno geográfico que no tienen su correspondiente traducción cartográfica. Se aduce que, al tratarse de relaciones de carácter más bien existencial, subjetivo y a menudo intangible, no son cartografiables. Cada vez lo dudo más y me inclino por pensar que, sencillamente, la cartografía de estas relaciones no ha sido prioritaria por muchas y muy diversas razones. Pocos son los cartógrafos, por ejemplo, que hayan ni pensado siquiera en la posibilidad de elaborar mapas de olores o de sonidos que vayan más allá de los habitualmente utilizados para reflejar la contaminación acústica u odorífica de una zona determinada. Me refiero a aquellos mapas que tenía en la cabeza Francis Galton, un cartógrafo británico de finales del siglo XIX que soñaba con dibujar algún día un mapa de olores y de sonidos de cada lugar. Estoy pensando también en la posibilidad –¿por qué no?– de disponer algún día de mapas emocionales, en los que se refleje lo que realmente aquel territorio cartografiado despierta en nuestro interior; o de mapas simbólicos, que propaguen no un accidente geográfico determinado, sino lo que éste evoca y sugiere, desde un punto de vista simbólico, al colectivo que lo contempla a diario; o de mapas capaces de transmitir el sentido de lugar, es decir el enraizamiento de una sociedad en una porción concreta del espacio geográfico, paso fundamental para llegar a conseguir algún día una ética territorial, imposible sin el desciframiento adecuado del significado de los lugares.

Precisamente por su desconocimiento de los convencionalismos del oficio y de los constreñimientos del quehacer cartográfico, los artistas sí se han atrevido a entrar en esta resbaladiza cartografía aquí reclamada. Así, por ejemplo, para los situacionistas de mediados del siglo pasado, las distancias entre dos lugares, pongamos en una misma ciudad, no guardan relación con la distancia proporcional de un plano hecho a escala geométrica, sino con la distancia entre dos polos emotivos. Los mapas situacionistas, ajenos a las reglas de oro de la cartografía oficial, aspiran a describir la dimensión emocional del espacio geográfico, y no la topológica o geométrica. Es ilustrativa en este sentido la Guide psychogéographique de Paris (1957), de Guy Debord. Se parte de la base de que las relaciones entre los individuos y los lugares son aleatorias y emocionales y, en ellas, el azar tiene su papel. La ciudad es, para ellos, el resultado de una percepción psicogeográfica en la que los espacios son percibidos en función de la empatía, el magnetismo o la pasión. He ahí una forma ni lineal ni continua, sino fragmentada, de entender el plano de la ciudad. Por su parte, los artistas del land art no sólo se sirvieron de los mapas para localizar los lugares en los que se podían hallar sus acciones artísticas, sino que muchas de ellas, como las de Richard Long, podrían, de hecho, ser consideradas como verdaderos mapas inscritos en el territorio.

En estos últimos años, otros muchos artistas, como el británico Simon Patterson, se han fijado en el mapa como tema central de su obra. Su cuadro The Great Bear (1992), por ejemplo, representa una lectura totalmente distinta del plano del metro de Londres. Por su parte, el israelí Joshua Glotman recrea, a través de una reinterpretación del mapa de Israel (Untitled, 1993), el drama que vive esta región del Próximo Oriente desde hace medio siglo. Finalmente, desde el net art nos llegan constantemente interesantes creaciones artísticas que giran alrededor del mapa no sólo por su poder iconográfico, sino como instrumento de visualización e incluso de denuncia de determinadas situaciones. He ahí, por ejemplo, la magnífica experiencia llevada a cabo por Antoni Abad en el Centre d'Art Santa Mónica hace poco más de un año, en la que un grupo de discapacitados iban modificando on line el plano de Barcelona a partir de los obstáculos físicos que se encontraban por el camino y que enviaban a dicho centro a través de sus teléfonos móviles; o la iniciativa Arte, redes y cooperación, de Jaume Ferrer y David Gómez; o la instalación Geograffiti as the digital production of nomadic space (2003), de Marc Tuters; o el interesante trabajo Itinerario de Cuatro Tierras, de la argentina Teresa Pereda, que participó, por cierto, en la excelente muestra Nuevas Cartografías (Buenos Aires, 2003), junto con otros tantos creadores argentinos. A lo mejor resulta (y no nos habíamos dado cuenta) que el mapa no se asienta tanto sobre una base topográfica, sino más bien autobiográfica, es decir sobre una malla soportada por nodos que estructuran nuestra memoria individual y colectiva, a través de los cuales podemos iniciar un viaje sentimental y personal que nos remite a la enigmática mirada del protagonista del magnífico cuadro de Jan Vermeer, El Geógrafo (1669). Y también a aquellos versos de T.S. Eliot:

“Y al final de nuestra exploración,
Llegaremos al lugar de donde partimos,
Y lo descubriremos por primera vez”.




Joan Nogué



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