TEATRO
Entiendo el paisaje como teatro, un teatro en donde individuos y sociedad recitan (en el sentido en que algunos estudiosos de fenómenos urbanos lo han entendido) sus historias, donde realizan sus “gestas” pequeñas o grandes, cotidianas o de largo aliento, cambiando en el tiempo el escenario, la dirección, el telón de fondo, según la historia representada. La concepción del paisaje como teatro presupone que el hombre y la sociedad se comportan de dos maneras respecto al territorio en el que viven: como actores que transforman, en sentido ecológico, el ambiente vital, imprimiendo el sello de su propia acción, y como espectadores que saben mirar y comprender el sentido de su acción en el territorio.
Es evidente que, sin el hombre que sabe mirar y tomar consciencia de sí mismo como presencia y como agente territorial, no habría paisaje sino sólo naturaleza, espacio biótico puro y duro, hasta el punto que entre las dos acciones teatrales del hombre, el actuar y el mirar, nos parece más importante, más exquisitamente humana, la segunda, con su capacidad de dirigir a la primera.
En otras palabras, podría decirse que el hombre que sabe emocionarse frente al espectáculo del mundo, que se exalta al ver el signo humano en la naturaleza, que siente sus ritmos y los ritmos de lo humano, es el que encontrará las claves justas para proyectar y construir respetando lo existente y desde la perspectiva de crear nuevos y mejores futuros (…)
Así, pues, el uso de esta metáfora –el paisaje como teatro- significa reconocer la importancia de la representación de sí mismo que el hombre sabe realizar a través del paisaje: la capacidad propia de los antiguos griegos que, mediante la acción teatral, supieron representarse a sí mismos y sus propios dramas sobre el fondo de una naturaleza sorda, dominada por la indiferencia de los dioses.
Pero también es cierto que si el teatro ya no es el del individuo (cuyas “recitaciones” asumen carácter distinto según la actividad desarrollada singularmente en el territorio) sino el de la colectividad, el discurso se complica. Entendido así, en efecto, el paisaje aparece erizado de complejidad, derivada de la dificultad de actuar y casi diría de vivir en una sociedad como la nuestra, que no es una sociedad holística, donde los individuos están integrados, forman una especie de cuerpo único que se mueve a partir de impulsos, creencias, ideales colectivos comunes. Estamos en una sociedad en la que los impulsos individualistas son fortísimos, y divergentes los intereses, las visiones del mundo, las pasiones territoriales, las relaciones cotidianas con el espacio, etcétera. Por otra parte basta ver la misma variedad de objetos que configuran nuestros paisajes, en los que el apoyo de la cultura a la naturaleza brilla por su ausencia y en los que se perciben infinitos desgarros respecto a los paisajes del pasado. Tal vez por ello tendamos a mirar con pasión a las sociedades preindustriales y etnográficas, las sociedades holísticas, donde mitos, atribuciones simbólicas y significados religiosos regulaban de forma prepotente y única las relaciones con la naturaleza, bajo el impulso de una cultura basada a lo largo de generaciones en los valores experimentales a partir de sus primeros patriarcas o de sus principales intérpretes. Tales eran en este sentido tanto los fundadores de ciudades, los colonizadores de nuevas tierras, como los que contribuían a imprimir un carácter preciso, innovador, a la acción humana, como en el caso de los grandes arquitectos, de los grandes proyectistas…
En el paisaje podemos encontrar el reflejo de nuestra acción, la medida de nuestro vivir y actuar en el “territorio” (entendido como el espacio en el que actuamos, nos identificamos, donde tenemos nuestros vínculos sociales, nuestros muertos, nuestros recuerdos, nuestros intereses vitales…), punto de partida de nuestro conocimiento del mundo.
Considerado así, el paisaje pertenece al ámbito de la actividad poética con la que el hombre y la vida crean sus propias referencias, la autorreferencialidad. Como dice Edgar Morin, el paisaje gracias al cual se hace imagen, representación, “reflejo de la realidad fenoménica”, a través del cual se produce conocimiento, en nuestro caso conocimiento territorial, sobre cuya base la acción prepara y dispone las propias estrategias.
En este sentido, puede asignarse al pasado la función de referente visual fundamental de cara a la construcción territorial. Ésta se realiza cuando un espacio de naturaleza, anónimo, que vive sin el hombre, se transforma en espacio cultural, es decir cuando se carga de referencias, de símbolos, de denominaciones (la denominación como reconocimiento topográfico, como elección de lugares de valor práctico y simbólico, que devienen culturales, entran en el lenguaje que produce cultura) y después de objetos humanos, proponiéndose como escenario o teatro en el que los individuos o las sociedades recitan sus propias historias.
Esta perspectiva funcional del paisaje cultural nos lleva a reconocer su existencia antes de su institucionalización científica. El hombre, desde siempre, ha querido buscar su propio reflejo y el de su obra en la naturaleza. Ha entendido que la chispa de su acción se encendía en la naturaleza, entidad ajena, extraña, sujeta a sus propias reglas. Y ha visto que aquella chispa era la única referencia de su acción, su única certeza, la base imprescindible para poder obrar.
Podemos decir que desde entonces el hombre se ha valido de la percepción-representación para dirigir la propia acción. Y lo ha hecho según un típico proceso de retroacción, de feedback, por el que el percibir es el presupuesto del conocer y del representar y éste a su vez del actuar, permitiendo comprender y re-representar los efectos de aquel actuar. Se trata de un intercambio interactivo, se diría hoy, entre el hombre que mira y el hombre que actúa, entre actor y espectador, entre hombre protagonista de cultura y de naturaleza.
El paisaje aparece entonces como interfaz entre el hacer y el ver lo que se hace, entre el mirar-representar y el actuar, entre el actuar y el re-mirar. Aplicando la metáfora del paisaje como teatro, se comprende pues que la relación del hombre con el territorio no implica sólo o sobre todo su papel de actor, es decir, su actuar, su transformación de la naturaleza o del ambiente heredado, sino también y sobre todo su hacerse espectador. En efecto, sólo como espectador puede encontrar la medida de su obrar, de su recitar, de su ser actor que transforma y activa nuevos escenarios: el reflejo de sí mismo, la conciencia de su propia acción.
Eugenio Turri
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