ACUÑAR Y APODAR
Faltan dos palabras en castellano; y su ausencia me
impide recrearme hoy a mis anchas. Una es el inglés “strand”, que designa el
tramo de playa que se extiende entre las líneas de más alta y más baja mareas.
Cierto es que el término castellano “marea” tiene también esta acepción
espacial, pero ¿cómo emplearlo sin equívoco? En cambio el neologismo “estrán”
-castellanización de “strand” que ya emplean algunos geógrafos- suena
magníficamente en nuestra lengua y no se confunde con otra palabra. La sala
cuna marina señalada anteriormente estaba situada en el estrán de la playita.
“Maresía” es la otra palabra que nos falta. Los
portugueses designan con ella el hedor de la orilla del mar cuando la marea
baja y las algas quedan expuestas al sol. En castellano no tenemos un término
para ese olor característico. A juicio de un buen traductor de Pessoa y a
juicio mío, “Maresía” -preciosa palabra- puede pasar tal cual al castellano con
evidente provecho.
Ahora puedo escribir que cuando el estrán de mi
playita alcanzó su máxima anchura y las algas de sus rocas comenzaron a secarse
al sol, una maresía tan intensa impregnó el aire vespertino que cambiaron todas
mis impresiones. Y ya no me encontré en un rincón de los niños sino en una alcoba
de mujeres en celo. ¡Qué sentirme tan solo!
Pero cada vez que la soledad de la tarde amenazaba
convertirse en falta, llegaba un pelícano a posarse en alguna roca de las que
tenía enfrente. Ah, el gusto de los pelícanos por los pináculos es mayor que el
mío por las aliteraciones. Si no se posan en alguna roca con punta, su
presencia le saca punta a la roca. Con su pico enorme pegado al largo cuello en
una actitud de timidez meditativa, el pelícano recién llegado mira a su
alrededor, incluso a sus espaldas, durante breves instantes. Luego se picotea
bajo las alas como si a su pinza gigantesca no se le escaparan ni los piojos; o
se rasca el buche con una de sus anchas patas, igual que un perro; o bosteza…
¿bostezan los pájaros? De pronto, abre a medias las alas, da un brinco a pies
juntos, abre las alas completamente y se va por el aire a ras del mar ostentando
unas espaldas de Hércules.
Hoy he leído el viaje a la Cimeria de Ulises. El héroe
no trata a los muertos como huéspedes ni como enemigos sino como animales.
Antes de que beban sangre y recuperen la memoria, los muertos -con la posible
excepción de Tiresias- se comportan en todo como ovejas o caballos sedientos.
Más adelante, en el último canto de la Odisea, las almas de los pretendientes
ajusticiados se comportan en cambio como murciélagos. Chillando como
murciélagos vuelan detrás de Hermes Psicopompo -Hermes, Guía de Almas y no
pastor que las aguija-, más allá de las corrientes del gran río Océano, hacia
la pradera de asfódelos donde conocerán
la sed de sangre de Tiresias, Anticlea, Aquiles…
Y en este día que es una parada y una miscelánea,
también se me ocurre que es hora de ponerle nombre al vehículo en que viajo. Y
aunque parezca sospechoso, no es porque me considere un choro original o un
loco inspirado por lo que me inclino a llamarlo Concha, sino por la fabulosa
audición de los mares que su interior de hojalata me ofrece cada noche que paso
a la orilla. Y por Venus, claro.
Quedé en que Concha, entonces.
Ignacio Balcells
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