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EL VIANDANTE EN EL MAPA



La forma más simple de mapa geográfico no es el que hoy nos parece más natural, es decir, el que representa la superficie del suelo como vista por un ojo extraterrestre. La primera necesidad de fijar sobre el papel los lugares va unida al viaje: es el recordatorio de la sucesión de las etapas, el trazado de un recorrido. Se trata pues de una imagen lineal, tal como sólo puede darse en un largo rollo. Los mapas romanos eran rollos de pergamino y sabemos cómo eran por una copia medieval que ha llegado hasta nosotros, la «tabla de Peutinger», que comprende todo el sistema de caminos del Imperio, desde España hasta Turquía.

La totalidad del mundo entonces conocido se nos presenta a la manera de una anamorfosis achatada en sentido horizontal. Como lo que interesa son los caminos terrestres, el Mediterráneo queda reducido a una estrecha franja horizontal ondulada que separa dos bandas más anchas, Europa y Africa, de modo que la Provenza y Africa del Norte están muy cerca, lo mismo que Palestina y Anatolia. Estas franjas continentales están recorridas por líneas horizontales y casi paralelas que son los caminos, entremezclados de líneas serpenteantes que son los ríos. Los espacios circundantes están cubiertos de nombres escritos y de indicaciones de distancias. Las ciudades se señalan con casitas dibujadas de diversas maneras.

No se crea que este modelo lineal vale únicamente para la antigüedad: existe un mapa inglés sobre cinta, de 1675, con el itinerario de Londres a Aberystwyth, en Gales, que permite también orientarse mediante rosas de los vientos marcadas en cada tramo de camino.

En los límites entre la cartografía y la pintura de paisajes y perspectivas se encuentra un rollo japonés del Setecientos de más de 19 metros de largo, que representa el itinerario de Tokio a Kioto: un paisaje minucioso en el que se ve cómo el camino supera alturas, atraviesa bosquecillos, costea aldeas, vadea ríos por puentecillos en arco, se adapta a las características del terreno nunca demasiado accidentado. Es un paisaje siempre agradable de ver, sin figuras humanas, aunque lleno de signos de vida concreta. (No están representados los puntos de partida y de llegada, es decir, las dos ciudades cuya imagen contrastaría seguramente con la armonía uniforme del paisaje.) El rollo japonés invita a identificarse con el viajero invisible, a recorrer aquel camino curva tras curva, a subir y bajar los puentecillos y las colinas.

Seguir un recorrido desde el principio hasta el fin da una especial satisfacción, tanto en la vida como en la literatura (el viaje como estructura narrativa), y cabe preguntarse por qué en las artes figurativas el tema del recorrido no ha tenido la misma fortuna y sólo se presenta esporádicamente. (Recuerdo que un pintor italiano, Mario Rossello, ha pintado recientemente un cuadro larguísimo, también en un rollo, que representa un kilómetro de autopista.)

La necesidad de abarcar en una imagen la dimensión del tiempo junto con la del espacio está en los orígenes de la cartografía. Tiempo como historia del pasado: pienso en los mapas aztecas siempre llenos de representaciones histórico-narrativas, pero también en cartas medievales como un pergamino miniado hecho para el rey de Francia por el famoso cartógrafo de Mallorca Cresques Abraham (siglo XVI). Y tiempo en el futuro: como presencia de los obstáculos que se encontrarán en el viaje, y aquí el tiempo atmosférico se une al tiempo cronológico; a esta función responden las cartas de climas como la que dibuja ya en el siglo XII el geógrafo árabe El-Eririsi.

El mapa geográfico, en suma, aunque estático, presupone una idea narrativa, es concebido en función de un itinerario, es Odisea. En este sentido el ejemplo más pertinente es el códice azteca de las Peregrinaciones, que cuenta a través de figuras humanas y trazados geométricos, el éxodo de ese pueblo -entre 1100 y 1315- hasta la tierra prometida que se convertiría en la actual Ciudad de México.

(Si existe el mapa Odisea no podrá faltar el mapa Ilíada: en realidad desde los tiempos más antiguos las plantas de las ciudades sugieren la idea del cerco, del asedio.)

Estas reflexiones me las hice mientras visitaba la exposición «Mapas y figuras de la Tierra» presentada en el Centre Pompidou de París, hojeando el volumen publicado en esa oportunidad.

En uno de los ensayos, François Wahl observa que la representación del globo terráqueo comienza solamente cuando para representar el cielo se utilizan coordenadas referidas a la tierra. Los parámetros celestes (eje polar y plano ecuatorial, meridianos y paralelos), hallan su punto de encuentro en la esfera terrestre, o sea en el centro del universo («error fecundo si los hay»). Estrabón ya veía la geografía como acercamiento de la tierra al cielo. La redondez de la tierra y la cuadratura de las coordenadas se evidenciarán como proyecciones del esquema del cosmos en nuestro microcosmos. «Si hemos podido describir la tierra es porque en ella hemos proyectado el cielo.»

En muchas representaciones, tanto orientales como occidentales, las esferas del firmamento y del globo terráqueo van juntas. Dos gigantescos globos de 12 metros de circunferencia -un mapamundi y un globo celeste- son el plato fuerte de la exposición y ocupan todo el «forum» del Centre Pompidou. Son los mapamundis más grandes jamás construidos, que Luis XIV encargó al fraile menor veneciano Vincenzo Coronelli, cosmógrafo de la Serenísima (autor, entre otras cosas, de un catálogo de la Luna que lleva el bellísimo título de Islario). Desde 1915 estos globos se guardaban desmontados en Versalles: el haberlos transportado a París, restaurado y vuelto a montar en sus monumentales zócalos y pedestales barrocos de mármol y bronce esculpidos, es un acontecimiento que basta para que esta exposición sea inolvidable.

El globo celeste representa el firmamento tal como era el día del nacimiento del Rey Sol, con todas las alegorías zodiacales pintadas en tonos de azul. Pero la gran maravilla es el mapamundi en tonos castaños y ocres, historiado con figuras (por ejemplo, atrocidades de salvajes caníbales) e inscripciones con las noticias transmitidas por exploradores y misioneros que llenan los huecos allí donde la forma de los lugares es todavía incierta.

Coronelli hace de California una isla y comenta: «Algunos locos dicen que California es una península... » Y en otro punto: «Dicen que aquí hay una isla, pero es falso y no la pongo.» En cuanto a las fuentes del Nilo, después de indicarlas en un punto y de desplazarlas posteriormente de acuerdo con un nuevo testimonio, Coronelli termina por insertar un texto sobre las crecidas del río que concluye candorosamente con estas palabras: «Me he encontrado con un espacio vacío y lo lleno con esta inscripción.»

La documentación geográfica que sobre las nuevas exploraciones llegaba a París en aquella época, era recogida en el observatorio donde Gian Doménico Cassini mantenía al día un gran planisferio. Coronelli debe de haber tomado de allí sus informaciones que lo obligaban a corregir continuamente su trabajo; pero los progresos de la cartografía, lejos de ayudar, molestaban a este hombre que consideraba aún la geografía más a la manera fantasiosa de los antiguos compiladores que como una ciencia moderna.

Preciso es decir que sólo con el progreso de las exploraciones lo inexplorado adquiere derecho de ciudadanía en el mapa. Antes, lo que no se veía no existía. La exposición de París subraya este aspecto de un saber para el cual cada nueva adquisición inaugura la conciencia de nuevas lagunas, por ejemplo en la serie de mapas en los cuales las costas de América del Sur abordadas por Magallanes en su primer viaje se consideraban pertenecientes a la aún remota Australia. La geografía se instituye como ciencia a través de la duda y el error. (Popper debería alegrarse.)

La moral que se deduce de la historia de la cartografía consiste siempre en la reducción de las ambiciones humanas. Si en el mapa romano estaba implícito el orgullo de identificar la totalidad del mundo con el Imperio, vemos que Europa se achica frente al resto del mundo en el mapa de Fray Mauro (1459), uno de los primeros planisferios dibujados a partir de los relatos de Marco Polo y de la circunvalación de Africa, y en el cual la inversión de los puntos cardinales acentúa el trastocamiento de perspectivas.

Es como si el hecho de representar el mundo sobre una superficie limitada lo retrogradase automáticamente a microcosmos, remitiendo a la idea de un mundo más grande que lo contiene. Por eso el mapa se sitúa a menudo en el límite entre dos geografías, la de la parte y la del todo, la de la tierra y la del cielo, cielo que puede ser firmamento astrológico o reino de Dios. Una tablilla árabe hecha en Constantinopla en el Quinientos presenta una carta del mundo muy precisa, coronada por una brújula (verdadera): un índice de plata apunta a la Meca para que el creyente, dondequiera que se encuentre, pueda orientar sus plegarias en la dirección justa.

En todos estos aspectos se observa una tendencia subjetiva siempre presente en una operación que parece basada en la objetividad más neutral, como es la cartografía.  El gran centro cartográfico del Renacimiento es una ciudad en la que el tema espacial dominante es la incertidumbre y la variabilidad, dado que los límites entre la tierra y el agua cambian continuamente: Venecia donde hay que rehacer constantemente los mapas de la Laguna. (En Venecia, Vestri dibuja en el Seiscientos una carta de las corrientes que las prospecciones vía satélite realizadas hoy para determinar la contaminación de la Laguna, confirman punto por punto.) A la primacía de los venecianos sucedará en el Seiscientos la de los holandeses, con sus dinastías de grandes cartógrafos artistas, como los Blaeu de Amsterdam: otro lugar donde las fronteras entre tierra y agua son inciertas.

La cartografía como conocimiento de lo inexplorado avanza a la par de la cartografía como conocimiento del propio hábitat. Aquí los orígenes se remontan a la marcación de los límites en los mapas catastrales, uno de cuyos primeros ejemplos parece ser un grafiti prehistórico de Val Camónica. (Es interesante señalar que si bien los límites de la propiedad han sido escrupulosamente trazados desde la  más remota antigüedad, la misma precisión en el establecimiento de las fronteras entre los Estados parece ser una preocupación reciente. Uno de los primeros tratados que fijan las fronteras de modo no aproximativo es el de Campoformio, 1797, en la época napoleónica, cuando la geografía militar y política asume una importancia sin precedentes.)

Entre la cartografía que mira hacia fuera y la cartografía que se concentra en el territorio familiar, hay una relación constante. En el Seiscientos la expansión de la flota francesa exigía una producción continua de madera, pero los bosques de Francia iban raleando y disminuyendo. Colbert señala entonces la necesidad de un levantamiento cartográfico exhaustivo de los bosques franceses, para tener siempre presente la cantidad de troncos de árboles disponible y planificar racionalmente el reaprovisionamiento y el transporte de madera a los astilleros. En ese momento, para sostener la expansión marítima, el conocimiento geográfico del territorio interior llega a ser en Francia la necesidad dominante.

Colbert llama entonces a Gian Doménico Cassini (1625-1712), nacido en Perinaldo, cerca de San Remo, profesor de la Universidad de Bolonia, para que dirija el Observatorio Astronómico de París. Y aquí encontramos nuevamente el vínculo entre cielo y tierra: desde el Observatorio de París una dinastía de astrónomos, los Cassini, trabajan en un minucioso mapa de Francia, cuyos problemas teóricos de triangulación y mensuración se sitúan en el centro del debate científico y que tardan más de sesenta años en completarse en todos sus detalles.

El mapa de los Cassini (en escala de una «línea» por cien toesas, es decir, de 1 a 86.400) se presenta en una reproducción que invade todo un stand de la exposición, rebalsando de las paredes al pavimento. Cada bosque está dibujado árbol por árbol, cada iglesita tiene su campanario, cada aldea está cuadriculada techo por techo, de modo que nos da la impresión de tener bajo los ojos todos los árboles, todos los campesinos, todos los techos del Reino de Francia. Y no se puede menos que recordar el cuento de Borges, en que el mapa del Imperio chino coincidía con la superfice del Imperio.

Del mapa de los Cassini han desaparecido las figuras humanas que Coronelli se sentía obligado a dibujar en la extensión de su mapamundi; pero estos mapas desiertos y deshabitados son justamente los que despiertan en la imaginación el deseo de vivirlos desde dentro, de achicarse hasta encontrar el propio camino en la espesura de los signos, de recorrerlos, de perderse en ellos.

La descripción de la tierra, si por una parte remite a la descripción del cielo y del cosmos, remite por otra parte a la propia geografía interior. Entre los documentos expuestos están las fotografías de unos graffiti misteriosos que aparecían hace pocos años en los muros de la ciudad nueva de Fez, en Marruecos. Se descubrió que los trazaba un vagabundo analfabeto, campesino emigrado que no se había integrado en la vida urbana y que para orientarse debía marcar itinerarios de su propio mapa secreto, superponiéndolos a la topografía de la ciudad moderna que le era extraña y hostil.

Procedimiento opuesto y simétrico al de un sacerdote italiano de comienzos del Trescientos, Opicinus de Canistris. Mudo, el brazo derecho paralizado, semidesmemoriado, presa a menudo de visiones místicas y de la angustia del pecado, Opicinus tiene una obsesión dominante: interpretar el significado de los mapas geográficos. No hace más que dibujar el mapa del Mediterráneo, la forma de las costas a lo largo y a lo ancho, superponiéndole a veces el dibujo del mismo mapa orientado de otra manera, y en estos trazados geográficos dibuja figuras humanas y animales, personajes de su vida y alegorías teológicas, acoplamientos sexuales y apariciones angélicas, acompañándolos de un abigarrado comentario escrito sobre la historia de sus desventuras, y vaticinios del destino del mundo.

Caso extraordinario de «art brut» y de locura cartográfica, Opicinus no hace sino proyectar el propio mundo interior sobre el mapa de las tierras y los mares. Siguiendo un procedimiento inverso, la sociedad de las «Preciosas» del Seiscientos, tratará de representar la psicología según la clave de los mapas geográficos: el «mapa del sentimental» ideado por Mlle. de Scudery, donde un lago es la Indiferencia, una roca la Ambición y así sucesivamente. Esta idea topográfica y extensiva de la psicología, que indica relaciones de distancia y perspectivas entre las pasiones proyectadas sobre una extensión uniforme, cederá el lugar con Freud a una idea geológica y vertical de psicología de lo profundo, hecha de estratos superpuestos.




Italo Calvino





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