Tengo la impresión de que, más que al límite, vivimos en el límite o, mejor dicho, en los límites. Nos pasamos el día cruzando límites que unas veces son visibles y tangibles, y otras tantas ni divisamos ni palpamos. Por fortuna, los seres humanos no estamos dotados de sensores que nos adviertan cuándo y cómo los traspasamos, porque, si ello fuera así, es más que probable que quedásemos hastiados, al ser tantos y tan variados los límites que podemos llegar a cruzar a lo largo de un solo día.
Vivimos, en efecto, de-limitados, a todas las escalas, desde la más doméstica y personal hasta la más universal. Sin ir más lejos, la distribución interna de la vivienda obedece a una calculada y meditada separación de espacios acorde con sus funciones y cambiante según las épocas, las culturas y las relaciones de género, entre otras variables. Los límites están ahí físicamente marcados y sabemos y notamos de manera diáfana cuándo los franqueamos, incluso si las barreras llegan a suavizarse, algo por lo que batallan con frenesí diseñadores e interioristas. A pesar de ello, cuando éstos crean espacios, utilizando una expresión muy habitual en su particular jerga, no dejan de marcar límites, por más que las separaciones físicas propuestas sean ahora mucho más tenues, sutiles e incluso móviles.
Los límites se multiplican al salir del ámbito doméstico. Nada más poner los pies en la calle –o en el campo–, se nos recuerda constantemente el límite por excelencia en el que se sustenta el sistema capitalista: el que señala la propiedad privada. No nos referimos aquí a la propiedad de los medios de producción, del capital o de las ideas (la propiedad intelectual), sino al derecho a poseer una ínfima porción de la superficie terrestre, un simple pedazo de suelo, que, por lo general, se delimitará físicamente de la manera más explícita posible. Estamos tan acostumbrados a leer carteles con la inscripción Prohibido el paso. Propiedad privada, escritos en todos los idiomas y presentes en prácticamente todos los rincones del planeta, que no nos damos cuenta de lo que ello realmente implica y ha implicado a lo largo de la historia de la humanidad y, en especial, de los dos últimos siglos. La delimitación física de la propiedad privada de la tierra constituye la expresión más palmaria y banal del sentimiento de territorialidad humana.
Las delimitaciones político-administrativas son, sin duda, las que indican con mayor claridad nuestra pertenencia a un sinfín de entes territoriales de los que entramos y salimos a diario una y otra vez sin, por suerte, apenas darnos cuenta: barrios, distritos urbanos, distritos postales, distritos electorales, distritos escolares, municipios, áreas sanitarias, áreas veterinarias, comarcas, partidos judiciales, provincias, áreas metropolitanas, comunidades autónomas y un larguísimo etcétera hasta llegar a los estados y a sus fronteras, los límites más y mejor marcados y estudiados por sus evidentes –y a menudo trágicas– implicaciones geopolíticas. Con todo, por numerosas que sean, las divisiones territoriales citadas no dejan de ser regiones de carácter político-administrativo y funcional que pueden o no coincidir con otro tipo de regiones de índole totalmente distinto. Me refiero a las regiones de carácter natural o cultural que la tradición coreográfica en geografía ha intentado desentrañar a lo largo de la historia de la disciplina. En efecto, desde hace siglos la geografía ha invertido una enorme cantidad de energías en descubrir estas regiones y, más aún, en delimitarlas. El esfuerzo realizado en este terreno es encomiable y los réditos intelectuales del mismo extraordinarios, aunque a menudo me asalta la duda de si dicha tradición académica ha resuelto satisfactoriamente un dilema histórico que no tiene una respuesta fácil: ¿El límite suscita la diferencia o, por el contrario, es la diferencia la que origina el límite? Ésta es una cuestión de enorme relevancia, con evidentes implicaciones en el complejo proceso de creación de identidades territoriales a todas las escalas.
Y relevante es también la conveniencia de poner en cuarentena las certezas implícitas de una descripción geográfica de carácter visual, de base empírica y cartesiana y de tiempo medio y largo. Esta hegemónica visión del mundo que privilegia la vista sobre el resto de sentidos, lo duradero sobre lo instantáneo, lo tangible sobre lo intangible y lo sedentario sobre lo nómada y que, por otra parte, es inseparable del concepto de espacio propio de la geografía clásica, puede tener serias dificultades para descubrir los nuevos límites territoriales definidos por la incertidumbre y la fragmentación en un espacio fluctuante y de un permanente transitar entre configuraciones espacio-temporales diferentes. Emergen en nuestro entorno una infinidad de nuevas regiones cuyos rasgos esenciales son, precisamente, la invisibilidad, la intangibilidad y la efimeralidad y cuyos límites son enormemente flexibles y cambiantes. Vivimos en ellos, pero no los conocemos. Notamos algo al traspasarlos, pero seríamos incapaces de cartografiarlos. Los percibimos, los sentimos, pero se nos escapan de las manos; por eso, precisamente, nos atraen.
Esta seducción inherente al límite, a todo tipo de límites territoriales, aunque sean mentales e imaginarios, tiene mucho que ver con la seducción del umbral, con la que siempre ha jugado, por cierto, la buena arquitectura. Sólo en el umbral puede uno sentirse simultáneamente actor y espectador, observador y observado. Nos quedamos en el dintel, sencillamente, para saborear la agradable experiencia de estar dentro y fuera a la vez. Los límites territoriales ejercen a menudo esta función de umbral entre dos entidades geográficas distintas. La mezcolanza e hibridez que los suele caracterizar, como resultado del encuentro entre dos entes geográficos diferenciados, confieren a dichos límites un carácter propio en relación con los territorios que delimitan. Hemos focalizado históricamente nuestra atención en los espacios conformados por los límites, en las regiones que surgen como por arte de magia al delimitarlas sobre un mapa, pero hemos minusvalorado lo que sucedía en los límites, en el umbral, a menudo mucho más fascinante. El umbral nos atrae como la penumbra. En ésta se da una seductora combinación de claroscuros y de modulaciones lumínicas que genera un ambiente mucho más rico en sensaciones que el iluminado por unos radiantes y nítidos rayos de sol. De manera parecida, en el umbral asistimos a la generación de un nuevo tipo de lugar, de límites vagos e imprecisos, de carácter mixto y heterogéneo y, por ello mismo, mucho más sugestivo.
Joan Nogue
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