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EL ESPACIO Y EL ARTE




Una historia del espacio

Desde la Ilustración, el término historia se restringe para designar la narración de hechos humanos, pasando entonces otras materias, como la “Historia natural”, a tomar el calificativo de ciencias. Siendo desde entonces el hombre y sus hechos el objeto de la historia, no parece, en principio, pertinente proponer la idea de la necesidad de una “historia del espacio” si no fuera porque el espacio existe en la medida en que es comprendido por el hombre.

Tal como he comentado el espacio fue entendido por Heidegger como algo que “viene referido al cuerpo físico”, es decir, al hombre carnal que se encuentra en relación con los objetos y comprometido con los espacios que él construye y habita. Pero como todo lo que concierne al hombre puede ser objeto de la historia, el espacio en cuanto ente que es habitado por él reclama también una historicidad y una historiografía, es decir, la posibilidad de una narración que explique cómo se han producido esas relaciones entre el hombre y el espacio en cada época. Esa historia del espacio no puede ser confundida con la historia de la ocupación del territorio o de su apropiación por el hombre, ni tampoco con la evolución de las formas de construir, sino que debe narrar la manera en que la idea de espacio ha ido cobrando coherencia en el pensamiento, permitiendo al hombre, en cuanto a priori del conocimiento, comprender situaciones y fenómenos cada vez más complejos.

En una conferencia impartida en 1967 por Michel Foucault, el filósofo francés explicó que “la gran obsesión del siglo XIX fue la historia: todo lo relativo a la evolución y la paralización, a la mutación y los ciclos, a la acumulación del pasado, a la gran sobrecarga de muertos, al amenazante enfriamiento del mundo” y añadió que, en contraposición, “La época actual sería tal vez la época del espacio. Estamos en la era de la simultaneidad, estamos en la era de la yuxtaposición, la era de la proximidad y de la lejanía, la era de la contigüidad y la dispersión”.

Ciertamente, como ya he advertido, en los años sesenta, cuando Foucault imparte esta conferencia, se aprecia un particular interés por todo lo relativo al espacio, que tendrá su repercusión en la asunción del espacio como tema en las artes y en la arquitectura, un interés que es consecuencia de una nueva forma de entender y apreciar el espacio, lo que conduce a preguntarse de qué manera ha ido comprendiendo el hombre el espacio y, más concretamente, cuáles son las fases que han determinado la evolución de esos conocimientos sobre el mismo.

Aunque el espacio pueda ser reconocido, en términos kantianos, como un ente absoluto, no es menos cierto que desde la experiencia occidental se trata de algo que, en cuanto constructo mental, ha ido evolucionando, de tal manera que podemos trazar una historia de su percepción y apreciación a lo largo de las épocas.

Durante la Edad Media, bajo los rescoldos del pensamiento aristotélico, se aprecia todavía la imposibilidad de comprender el espacio como abstracción apriorística, la idea de espacio estaba reducida a localizaciones, a posiciones jerarquizadas en las que el espacio celeste se opone al terrenal, el sagrado al profano, o el urbano, encerrado entre murallas, al rural, apreciado como espacio abierto, aunque limitado al horizonte visual. La pintura medieval, con sus figuras jerarquizadas sobre la superficie del cuadro, generalmente neutra o indefinida, representa con claridad esa idea de espacio en el que la posición en que se sitúa la figura nos indica su pertenencia al mundo celeste o terrenal así como su carácter sagrado o profano, cuando no su propia identidad al ocupar el centro de la escena o una posición lateral, como sucede en escenas convencionalizadas, como la “última cena” o los “calvarios”.

Uno de los grandes avances en la comprensión del espacio lo va a proporcionar Galileo al mostrar un espacio infinitamente abierto en el que el concepto medieval de localización será sustituido por el de extensión. La revolución de Copérnico y Galileo pone en evidencia una noción de espacio extenso e infinito en el que el hombre no es ya la medida de las cosas que conforman el universo, constituyéndose así el segundo período de la historia del espacio.

Para Foucault: "En nuestros días, el emplazamiento ha venido a sustituir a la extensión que había reemplazado a la localización. El emplazamiento se define por las relaciones de vecindad entre puntos o elementos: formalmente se las puede definir como series, árboles, cuadrículas."

Situados en esta tercera edad del espacio caracterizada por la condición de emplazamiento y vecindad, veremos cómo este concepto se convierte en uno de los temas fundamentales del arte y la arquitectura durante la segunda mitad del siglo XX.

Aunque desde el punto de vista teórico, el espacio entendido como emplazamiento comprende la noción de extensión y ésta, a su vez, la de localización, cuando hoy queremos entender las fases anteriores de esta historia, nos encontramos con un problema fundamental y es que el hombre occidental contemporáneo posee tal cantidad de conocimientos y experiencias sobre el espacio y éstos son de tan compleja riqueza que, de alguna manera, le impiden comprender en toda su magnitud cómo fueron configurados los espacios de otras épocas que le son culturalmente distantes. La visión cartesiana, el afán de mesuración y la posibilidad de desplazarse con rapidez en medios mecánicos son algunos de los factores que dificultan la comprensión actual del sentido que tuvieron ciertos espacios en la Antigüedad que fueron originados desde presupuestos antropológicos muy diferentes a los nuestros; de la misma manera que toda nuestra experiencia actual no es suficiente para comprender algunas particularidades del espacio astronómico que aún se presentan como dolorosas incógnitas indescifrables.

Para el hombre actual, el espacio es un fenómeno claro, lo puede medir con precisión, dibujar con minuciosidad, restituir fotogramétrica o infográficamente, pero a la vez es confuso, sabemos que hay aspectos del espacio que escapan a los conceptos aritméticos y a las representaciones estandarizadas. Por más que comprobemos que en algún espacio determinado existen relaciones métricas de armonía entre sus partes, efectos de simetrías, analogías, isomorfismos, cambios de escala o disposiciones perspectivas inhabituales, estas particularidades no logran explicar la magia que destilan algunos lugares concretos ni pueden explicar el origen de ciertas sensaciones y hasta conmociones estéticas que éstos pueden provocar en algunos espectadores sensibles.



Javier Maderuelo

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