EL DORMIR, LA NOCHE
¿Qué pasa durante la noche? En general dormimos. Por el dormir, el día se sirve de la noche para borrar la noche. Dormir pertenece al mundo, es una tarea, dormimos de acuerdo con la ley general que hace depender nuestra actividad diurna del reposo de nuestras noches. Llamamos al sueño, y viene; entre él y nosotros hay un pacto, un tratado sin cláusulas secretas, y gracias a esta convención queda entendido que, lejos de ser una peligrosa fuerza hechicera, domesticada, se hará el instrumento de nuestro poder de actuar. Nos entregamos a él, pero como el dueño se confía al esclavo que le sirve. Dormir es la acción clara que nos promete al día. Dormir, notable acto de nuestra vigilancia. Dormir profundamente es lo único que nos hace escapar de lo que hay en el fondo del dormir. ¿Dónde está la noche? No hay más noche.
Dormir es un acontecimiento que pertenece a la historia, así como el descanso del séptimo día pertenece a la creación. La noche, cuando los hombres la transforman en un puro dormir, no es ya una afirmación nocturna. Yo duermo, la soberanía del “Yo” domina esta ausencia que ella se concede y que es su obra. Duermo, soy yo quien duerme y ningún otro, y los hombres de acción, los grandes hombres históricos están orgullosos de su dormir perfecto, del que se levantan intactos. Por eso en el ejercicio normal de nuestra vida el hecho de dormir, que a veces nos asombra, no es de ningún modo un escándalo. La capacidad de retirarnos del ruido cotidiano, de la preocupación cotidiana, de todas las cosas, de nosotros e incluso del vacío, es el signo de nuestro dominio, una prueba completamente humana de nuestra sangre fría. Hay que dormir es la consigna que se da la conciencia, y este mandato de renunciar al día es una de las primeras reglas del día.
El dormir transforma la noche en posibilidad. Cuando llega la noche la vigilancia consiste en dormir. Quién no duerme, no puede permanecer despierto. La vigilancia consiste en no velar siempre porque busca el despertar como su esencia. El vagabundeo nocturno, la inclinación a errar cuando el mundo se atenúa y se aleja y hasta los oficios de la noche que es necesario ejercer honestamente, atraen las sospechas. Dormir con los ojos abiertos es una anomalía que indica simbólicamente lo que la conciencia común desaprueba. La gente que duerme mal siempre parece más o menos culpable: ¿qué hacen? Hacen la noche presente.
El hecho de dormir, decía Bergson, es desinterés. Dormir es, tal vez, desatención del mundo, pero esa negación del mundo nos conserva el mundo y afirma el mundo. Dormir es un acto de fidelidad y de unión. Me confío a los grandes ritmos naturales, a las leyes, a la estabilidad del orden: durmiendo realizo esta confianza, afirmo esta fe. Es una unión, en el sentido patético del término: me uno, no como Ulises, al mástil por lazos de los que luego quisiera liberarme, sino por una adhesión que expresa el acuerdo sensual de mi cabeza con la almohada, de mi cuerpo con la paz y la felicidad de la cama. Me retiro de la inmensidad y la inquietud del mundo, pero para entregarme al mundo, manteniéndome gracias a mi “unión” en la verdad segura de un lugar limitado y firmemente circunscripto. Dormir es ese interés absoluto por el cual me aseguro del mundo a partir de su límite y, tomándolo por su aspecto finito, lo sostengo con bastante fuerza como para que permanezca, me tranquilice y pueda descansar. Dormir mal es, justamente, no poder encontrar su propia posición. El que duerme mal se vuelve y se revuelve en la búsqueda de ese lugar verdadero del que se sabe que es único, y que sólo en ese punto el mundo renunciará a su inmensidad errante. El sonámbulo es sospechoso porque es ese hombre que no encuentra reposo durmiendo. A pesar de estar dormido no tiene, sin embargo, un lugar, y podríamos decir no tiene fe. Le falta la sinceridad fundamental, o más simplemente, a su sinceridad le falta la base: esa posición de sí mismo que también es reposo, donde se afirma en la firmeza y fijeza de su ausencia convertida en su apoyo. Bergson veía, detrás del dormir, la totalidad de la vida consciente, menos el esfuerzo de concentración. Dormir es, por lo contrario, la intimidad con el centro. No estoy disperso sino enteramente concentrado en el lugar donde estoy, en ese punto que es mi posición y donde el mundo, por la firmeza de mi adhesión, se localiza. Allí donde duermo, me fijo y fijo el mundo. Allí está mi persona, sin poder errar, no ya inestable, dispersa y distraída, sino concentrada en la estrechez de ese lugar donde el mundo se recoge, que afirmo y me afirma, punto donde él está presente en mí y yo ausente en él por una unión esencialmente extática. Allí donde duermo, mi persona no sólo está situada sino que es el sitio mismo, y el hecho del dormir es el hecho de que ahora mi residencia es mi ser.
Es verdad que, cuando duermo, pareciera que me encierro en mí, en una actitud que recuerda la felicidad ignorante de la primera infancia. Es posible, pero sin embargo, , no es sólo a mí que me confío, no me apoyo contra mí mismo, sino contra el mundo convertido en la intimidad y el límite de mi reposo. Normalmente dormir no es una debilidad, el abandono desalentado del punto de vista viril. Dormir significa, que en un momento dado, para actuar hay que dejar de actuar, que en un momento dado, bajo pena de perderme en el vagabundeo, debo detenerme, debo transformar virilmente la inestabilidad de los posibles en un solo punto donde me detengo, contra el cual me establezco y me restablezco.
La existencia vigilante no se deshace en este cuerpo dormido cerca del cual las cosas permanecen; se retira de la lejanía que es su tentación, regresa a la afirmación primordial que es la autoridad del cuerpo, no separado, sino plenamente de acuerdo con la verdad del lugar. Asombrarse de volver a encontrar todo al despertar, es olvidar que nada es más seguro que dormir, que el sentido del dormir es ser precisamente la existencia vigilante concentrándose sobre la certeza, remitiendo todas las posibilidades errantes a la fijeza de un principio y saciándose de esa certeza, de tal modo que a la mañana lo nuevo pueda acogerla, que un nuevo día pueda comenzar.
Maurice Blanchot
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