EL SENTIDO DE LA
CIUDAD
Más aún que la casa, la ciudad es un instrumento de función
metafísica, un instrumento intrincado que estructura la acción y el poder, la
movilidad y el intercambio, las organizaciones sociales y las estructuras
culturales, la identidad y la memoria. Sin duda, el artefacto humano más
complejo y significativo, la ciudad controla y atrae, simboliza y representa,
expresa y oculta. Las ciudades son excavaciones habitadas de la arqueología de
la cultura que exponen el denso tejido de la vida social.
La ciudad contiene más de lo que puede describirse. Un
laberinto de luz y de oscuridad, la ciudad agota la capacidad de descripción e
imaginación del ser humano: el desorden juega contra el orden, lo accidental
contra lo regular, la sorpresa contra la anticipación. Las funciones y las
actividades se rozan y se entrelazan creando contradicciones, paradojas y una
excitación de naturaleza erótica.
La ciudad contemporánea es la ciudad del ojo. Sus
movimientos rápidos y mecanizados nos alejan de un contacto corporal e íntimo
con la ciudad. A medida que la ciudad de la mirada inactiva el cuerpo y el
resto de los sentidos, la alienación del cuerpo de nuevo refuerza la
visibilidad. La pacificación del cuerpo crea una condición similar a la
conciencia apagada que induce la televisión.
Cartesiana y perspectívica, la ciudad ha eliminado
gradualmente la especificidad del lugar y ha escindido lo vertical de lo
horizontal. En lugar de unirse fluidamente para dar lugar a una plasticidad del
paisaje, esas dos dimensiones se han convertido en dos proyecciones separadas:
la planta se ha separado de la sección. La ciudad visual nos deja como
extraños, espectadores voyeristas y visitantes pasajeros incapaces de
participar.
La alienación visual se ve reforzada con la invención de la
fotografía y de la imagen impresa, que ha creado un creciente Mar de los
Sargazos de imágenes. La cámara se ha convertido en el instrumento principal
del turismo. “La omnipresencia de las fotos ejerce un efecto incalculable en
nuestra sensibilidad ética”, escribe Susan Sontag, quien describe una
“mentalidad que mira al mundo como un juego de posibles fotografías”. En
consecuencia, “la realidad ha llegado a parecerse más y más a lo que nos
muestra la cámara”, observa Sontag, y asume que “la fotografía ha implantado en
la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de
todos los acontecimientos”.
De hecho, se nos puede atrapar fácilmente mirando una escena
como si fuera una foto; la ciudad del turista es una colección de imágenes
visuales preseleccionadas. El uso creciente del vidrio espejado, una superficie
que nos devuelve la mirada sin afecto, contribuye a la experiencia de las
superficies en oposición a las de la profundidad y la opacidad. La ciudad de la
transparencia y de la reflexión ha perdido su materialidad, su profundidad y su
sombra. Necesitamos el secreto y la opacidad con la misma urgencia con la que
deseamos ver y conocer; lo visible y lo invisible, lo conocido y lo que está
más allá del conocimiento deben encontrar un equilibrio. La opacidad y el
secreto alimentan la imaginación y hacen que uno imagine la vida más allá de
los muros de la ciudad. La ciudad obsesivamente funcionalizada, se ha
convertido en algo demasiado evidente, que no da opción al misterio o al sueño.
A medida que la ciudad pierde la intimidad táctil, el secreto y la seducción,
también pierde la sensualidad, su carga erótica.
La ciudad háptica nos da la bienvenida como ciudadanos
plenamente autorizados a participar en su vida diaria. La ciudad háptica evoca
nuestro sentido de empatía y envuelve nuestras emociones.
La imagen de la ciudad acogedora no es una experiencia
visual, sino un precepto incorporado que se basa en una peculiar doble fusión: habitamos
la ciudad y la ciudad habita en nosotros. Cuando entramos en una ciudad nueva
empezamos inmediatamente a acomodarnos en sus estructuras y en sus cavidades, y
la ciudad empieza a habitar en nosotros. Todas las ciudades que visitamos pasan
a formar parte de nuestra identidad y nuestra conciencia.
La experiencia mental de la ciudad es más una constelación
háptica que una secuencia de imágenes visuales; las impresiones de la mirada
están imbuidas con el continuum de una experiencia háptica más inconsciente.
Incluso cuando el ojo toca y la mirada acaricia perfiles y contornos distantes,
nuestra visión siente la dureza, la textura, el peso y la temperatura de las
superficies. Sin la colaboración del tacto, el ojo sería incapaz de descifrar
el espacio y la profundidad, y no podríamos dar forma al mosaico de impresiones
sensoriales en un continuum coherente. El sentido de continuidad une fragmentos
sensoriales aislados en la continuidad temporal del sentido del yo. Como
escribe enfáticamente Maurice Merleau-Ponty:
Mi percepción no es, pues, una suma de datos visuales,
táctiles y auditivos; yo percibo de una manera indivisa con mi ser total, me
apodero de una estructura única de la cosa, de una única manera de existir que
habla a la vez de todos mis sentidos.
Por lo tanto, yo me enfrento a la ciudad con mi cuerpo: mis
piernas miden la longitud del soportal y la anchura de la plaza, mi mirada
proyecta inconscientemente mi cuerpo sobre la fachada de la catedral, donde
vaga entre cornisas y contornos, toqueteando el tamaño de los retranqueos y los
saledizos; el peso de mi cuerpo se encuentra con la masa de una puerta y mi
mano agarra el tirador, pulido por incontables generaciones, a medida que entro
en el vacío que hay detrás. La ciudad y el cuerpo se complementan y se definen
mutuamente.
El capítulo final del revelador libro de Steen Eiler
Rasmussen La experiencia de la arquitectura se titula significativamente
“Escuchar la arquitectura”. Sin duda, toda ciudad tiene su eco específico que
depende de su escala y del trazado de sus calles, así como de los estilos
arquitectónicos dominantes y sus materiales. El encuentro más íntimo con una
ciudad es el del eco de los propios pasos. Los oídos escanean los límites del
espacio y determinan su escala, su forma y su materialidad; los oídos tocan los
muros. Rasmussen recuerda la arquitectura del eco en los túneles subterráneos
de Viena en la película de Carol Reed El tercer hombre (1949), cuyo
protagonista en Orson Welles: “Nuestros oídos reciben el impacto tanto de la
longitud del túnel como de su forma cilíndrica”.
El poder del oído a la hora de crear una sensación espacial
puede ser inmediato e inesperado; al ser despertados en mitad de la noche por
la sirena de una ambulancia en una ciudad construimos inmediatamente nuestra
identidad y nuestra ubicación. Antes de volver a caer en el sueño, nos volvemos
conscientes de la ciudad durmiente y de los innumerables habitantes que sueñan
en ese momento.
Los parques y las plazas silencian el murmullo ensordecedor
de la ciudad, permitiéndonos escuchar el agua de una fuente o el canto de los
pájaros. Los parques crean un oasis en el desierto urbano y nos permiten sentir
la fragancia de las flores y el olor a hierba. Los parques nos permiten estar
simultáneamente rodeados por la ciudad y fuera de ella, son metáforas de la
ausencia de ciudad y, al mismo tiempo, naturaleza e imágenes del paraíso en
miniatura.
Las ciudades que se encuentran junto al agua son
afortunadas; el encuentro de la piedra y el agua es completamente metafísico.
En palabras de Adrián Stokes: “La indecisión del agua revela la inmovilidad de
la arquitectura”. El carácter cosmopolita de los puertos y su yuxtaposición de
imágenes de permanencia y movilidad, de estabilidad y de viaje, avivan la
imaginación. El olor a las algas le hace a uno pensar en la profundidad del
océano, en tierras lejanas y en costumbres exóticas, en la excitación del viaje
y en la dulce nostalgia del hogar.
La ciudad es la forma artística del collage y del montaje
cinematográfico por excelencia; la experimentamos como un collage infinito y un
montaje de impresiones. La obsesión contemporánea por el collage refleja una
fascinación por el fragmento y la discontinuidad, y una nostalgia de las
huellas del tiempo. La increíble aceleración de la velocidad -del movimiento,
de la información y de las imágenes- ha colapsado el tiempo en la pantalla
plana del presente, sobre la que se proyecta la simultaneidad del mundo. A
medida que el tiempo pierde duración y su eco de un pasado arcaico, el hombre
pierde su identidad como ser histórico y se ve amenazado por las sombras del
tiempo.
Como sostiene Ítalo Calvino:
Las novelas largas escritas hoy
acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no
podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan
cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad
del tiempo podemos encontrarla solo en las novelas de aquella época en la cual
el tiempo no parecía ya como inmóvil y no todavía como estallando.
Las estructuras de la ciudad capturan y preservan el tiempo
de igual modo que lo hacen las obras artísticas o literarias. Los edificios y
las plazas nos permiten regresar al pasado y experimentar el lento ritmo
curativo de la historia. El más grande de los monumentos arquitectónicos
detiene y suspende el tiempo para la eternidad.
Tenemos una capacidad innata para recordar e imaginar
lugares. La percepción, la memoria y la imaginación se encuentran en constante
interacción; el dominio de nuestro presente se funde con imágenes de nuestra
memoria y de nuestra fantasía. Construimos constantemente una ciudad inmensa de
la evocación y del recuerdo, y todas las ciudades que hemos visitado son
recintos de esa metrópolis de la mente. Las “ciudades invisibles” de Ítalo
Calvino han enriquecido para siempre la geografía urbana del mundo.
La literatura y el cine se verían vaciados de su encanto sin
nuestra capacidad de entrar en un lugar imaginado o recordado. La memoria nos
devuelve a ciudades distantes, y las novelas nos transportan a través de
ciudades invocadas por la magia de las palabras del escritor. Las estancias,
las plazas y las calles de un gran escritor son tan vívidas como cualquiera de
las que hayamos visitado. La ciudad de San Francisco despliega su multiplicidad
a través del montaje de la película Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock:
entramos en los inolvidables edificios tras los pasos del protagonista, y los
vemos con sus ojos ampliados. Nos convertimos en ciudadanos de San Petersburgo
a través del embrujo de Fiódor Dostoievsky: nos encontramos en la habitación
del inesperado doble asesinato de Raskólnikov, somos uno de los espectadores
aterrorizados que observan a Mikolka y a sus amigos borrachos golpeando a un
caballo hasta matarlo, nos frustramos en nuestra incapacidad de detener esa
crueldad desquiciada y sin sentido.
Existe, no obstante, una diferencia entre las ciudades
visitadas y las imaginadas; los detalles de las ciudades intangibles de la
imaginación no pueden recordarse, se desvanecen inmediatamente como los sueños,
y solo pueden volver a conjurarse mediante las palabras mágicas del escritor.
Hay ciudades que permanecen como meras imágenes visuales al
ser recordadas, y ciudades que se recuerdan en toda su vivacidad. La memoria
vuelve a evocar la ciudad encantadora con todos sus sonidos y sus olores, con
sus intercambios de luz y de sombra. En la placentera ciudad de mi memoria
incluso puedo elegir entre la acera de sol y la de sombra.
La medida del sentido de la ciudad es esta: en la ciudad de
la memoria ¿puedes oír la risa de los niños, el agitar de las alas de las
palomas y los gritos del vendedor ambulante?, ¿puedes recordar el eco de tus
pasos? En la ciudad de tu mente, ¿puedes imaginarte enamorándote?
Juhani Pallasmaa
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