LUGARES
Vamos a y venimos de. Nos movemos
y nos desplazamos de un lugar a otro. Continuamente. A pie, en coche, en metro,
en tren, en avión. A diestro y siniestro nos guían señales de todo tipo que
marcan la ruta, el camino a seguir para llegar a un lugar, a otro lugar. Los
mapas y los planos de la ciudad fijan la memoria de los lugares y a ellos
acudimos cuando nuestros personales mapas mentales son incompletos y no nos
sirven para orientarnos, para llegar donde deseamos llegar. Por otra parte,
necesitamos localizarnos en todo momento. Incluso antes que el típico
"¿Cómo estás?" o "¿Qué haces?", millones de usuarios del
teléfono móvil preguntan por la localización de su interlocutor nada más
responder éste a la llamada. "¿Dónde estás?" es una pregunta en apariencia
irrelevante en la inmensa mayoría de los casos, puesto que no nos solemos
telefonear para conocer, simplemente, dónde está el otro. Y, sin embargo, no es
una pregunta superflua o de pura cortesía, como cuando nos interesamos unos
segundos por el estado de salud de quien nos escucha, antes de entrar en
materia e ir directamente al grano. Es más que eso: es como una necesidad
existencial de localizar a otra persona en el espacio geográfico, de tenerlo
situado en un lugar concreto. Por un lado nos atrae el anonimato geográfico
inherente (de momento) al móvil, pero, por otro, nos angustia la
"ilocalización", la sensación de estar hablando con alguien al que no
podemos ubicar. La virtualidad no ha eliminado de ninguna manera las
ancestrales coordenadas geográficas, aunque sean menos tangibles y más
vaporosas: lo virtual no es, para nada, "ageográfico", sino todo lo
contrario. Y éstas siguen ahí porque los lugares continúan fijando y
concretando nuestras dos dimensiones existenciales básicas: el espacio y el
tiempo.
En los lugares vivimos un tiempo
y un espacio concretos; habitamos, en el sentido heideggeriano del término, una
porción de la superficie terrestre, de dimensiones y escalas muy variadas. Unas
son realmente minúsculas y aparentemente insignificantes por su tamaño y
cotidianidad: nuestra casa, una cafetería, una plaza, una esquina entre dos
calles. "La felicidad está en la esquina de una librería", afirma
Juan Cruz, y así es, tanto por la esquina como por la librería. Las esquinas de
la ciudad, como otros tantos ínfimos rincones de la misma de aspecto anodino,
pueden convertirse en lugares llenos de significado que encarnan la experiencia
y las aspiraciones de la gente, evocan recuerdos y expresan pensamientos, ideas
y emociones varias. La geografía humana contemporánea, con maestros de la talla
de Yi-Fu Tuan al frente, sigue empeñada en averiguar precisamente eso: cómo los
seres humanos crean lugares e imbuyen de significado al espacio geográfico y
cómo se genera el sentido de lugar.
La cuestión no es baladí y está
llena de contradicciones y de paradojas. Quizá influidos en exceso por el éxito
del concepto de "no-lugar" de Marc Augé, sin duda atractivo pero algo
equívoco, hemos dado por supuesto que en dichos no-lugares no pueden generarse
densas relaciones sociales que los conviertan, al menos para unos determinados
colectivos, en "lugares" de encuentro e identificación, con capacidad
para estimular imaginarios y representaciones culturales, para convertirse en
centros de experiencia y significado; para devenir, en definitiva, lugares en
el sentido existencial y fenomenológico del término. El citado Tuan, que se
refirió a los no-lugares casi veinte años antes que Marc Augé, ya advirtió en
su momento de los riesgos de una concepción excesivamente morfológica,
arquitectónica, visual y esteticista de dicho concepto. Y también se expresó en
términos parecidos -aunque a menudo se olvide- el fundador de la revista
norteamericana Landscape, John Brinckerhoff Jackson, quien consideraba que el
sentido de lugar del americano medio no depende tanto de la arquitectura o de
una estructura física y urbana determinada, sino que éste se apoya más bien en
el sentido del tiempo, en la recurrencia de ciertos eventos y celebraciones que
dan continuidad y seguridad a una comunidad, por banal que sea el entorno
físico que la envuelve. Una perspectiva que conecta en buena medida con las
propuestas recientemente planteadas por autores como Davis Kolb (Sprawling Places, 2008), quien propone
entender los lugares como places-where-we-do-something,
más que como places-where-something-is,
idea que desarrolló con acierto hace pocos meses, en Santiago de Compostela, el
geógrafo Jacobo García Álvarez en el marco del seminario "Crear cultura,
imaginar país". Es más, puede incluso que el sentido de lugar no emane
sólo de relaciones prolongadas y estables con un emplazamiento físico, sino que
quizá pueda adquirirse también a través de experiencias móviles, itinerantes,
transitorias e incluso efímeras. Si así fuere, Edward Relph, geógrafo canadiense, tendría toda la razón cuando
defendió en su momento la idea de que las
localizaciones permanecen, pero los lugares cambian. Algo de eso percibo
en 27 Years Later, la
última y excelente producción cinematográfica de James Benning, uno de los grandes directores del cine
independiente norteamericano de los últimos treinta años. Benning ha explorado
estos supuestos no-lugares y ha sabido captar, como nadie, su poesía.
Más allá de estos lugares tan
minúsculos, tan concretos, existen otros lugares, otros rincones del espacio
geográfico de mayor escala de los que también nos sentimos parte integrante. El
abanico es aquí inmenso: el pueblo, el
barrio, la ciudad, un valle, una comarca, una región entera. Estos
lugares son fundamentales porque actúan a modo de vínculo, de punto de contacto
e interacción entre los fenómenos globales y la experiencia individual. Es en
estos lugares donde se materializan las grandes categorías sociales y donde
tienen lugar (valga la redundancia) las interacciones que provocarán una
respuesta u otra a un determinado fenómeno social. Es sorprendente, pero lo cierto es que, en vez de disminuir el papel de
los lugares, la internacionalización y la integración mundial (lo que
habitualmente entendemos por globalización) han aumentado su peso específico. Estamos
asistiendo a una clara revalorización
del papel de los lugares en un contexto de máxima globalización, así
como a un renovado interés por una
nueva forma de entender el territorio que sea capaz de conectar lo local con lo
global. Definitivamente, aunque el espacio y el tiempo se hayan comprimido, las
distancias se hayan relativizado y las barreras espaciales se hayan suavizado,
los lugares no sólo no han perdido importancia, sino que han aumentado
su influencia y su peso específico en los ámbitos económico, político, social y
cultural. He ahí un motivo de esperanza ante la impotencia que produce la
imposibilidad de controlar (al menos hasta el presente) determinados fenómenos
de ámbito global, como los que han provocado la actual crisis financiera y
económica.
Joan Nogue
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