martes

MICROPAISAJES



Una de las entradas del vocablo paisaje en el Diccionario de Uso del Español de María Moliner reza así: “Extensión de campo que se ve desde un sitio”. Encontraríamos definiciones parecidas en diccionarios similares y en todas las lenguas. En unas no se habla tanto de campo como de cualquier porción del espacio geográfico, sea rural o urbana; en otras se resalta la dimensión escénica y panorámica. En ninguna de ellas, sin embargo, se concibe la idea de paisaje sin un espectador, sin un observador que lo contemple desde un determinado punto de vista, situado, en general, en un emplazamiento estratégico que disfruta de una perspectiva privilegiada. Si saco a colación esta usual connotación del término paisaje no es para resaltar su evidente conexión con los orígenes de la pintura de paisajes, sino para mostrar al lector que esta peculiar concepción del paisaje ha comportado, también, su inmediata y automática asociación a una determinada escala geográfica que podríamos calificar de media. Se entiende habitualmente por paisaje la panorámica que nuestros ojos perciben a una distancia media, esto es a unos cuantos centenares de metros o, a lo sumo, a unos pocos kilómetros de nuestra posición. Ésta es y ha sido la escala por excelencia no sólo en la pintura de paisajes como tal, sino prácticamente en todo lo referente al paisaje y desde todos los ámbitos imaginables.

Sin embargo, tengo la impresión de que nuestra percepción y vivencia del paisaje es mucho más interescalar y, por lo mismo, mucho más rica y compleja de lo que da de sí una escala media. Sin lugar a dudas, ésta ocupa un lugar preferente en nuestro proceso de aprehensión del entorno, pero no es la única, ni es siempre la más determinante en nuestro quehacer cotidiano. Existe una escala mucho mayor que actúa a modo de fondo escénico y que, aparentemente, tiene un papel menos relevante, aunque, desde mi punto de vista, lo es mucho más de lo que solemos pensar. Precisamente a ella me refería en un artículo publicado en esta misma sección, hace algún tiempo, bajo el título La otra mitad del paisaje. Ahora querría poner el acento en el otro extremo de la balanza, esto es en la escala de la inmediatez, la más cercana a nuestros ojos, la que se nos aparece en primer plano al caminar por la ciudad o el campo. Esta escala me parece muy sugerente porque nos descubre micropaisajes que, a menudo, obviamos y menospreciamos, en la mayoría de los casos por su banalidad y nula espectacularidad.

En efecto, estamos rodeados de micropaisajes a los que apenas prestamos atención por su cotidianeidad y porque, precisamente por su diminuta e insignificante dimensión, no asociamos para nada al concepto preeminente de paisaje.

Y, a pesar de ello, ni que sea durante unos segundos, atraen nuestros sentidos. En el bosque, en el campo o en el litoral estos pequeñísimos paisajes se multiplican por doquier. Cuando miramos con atención, a escasos metros o centímetros de distancia, las peculiares texturas, combinaciones de colores y extraordinarias disposiciones que forman ante nosotros las masas aterciopeladas de musgos incrustados sobre las piedras, las texturas de los troncos de los árboles, la acumulación de hojas y masas vegetales en un sotobosque cualquiera, las rocas de un acantilado en su contacto con el mar o la geometría de los cultivos, entre otras miles de posibles configuraciones de elementos naturales, nos quedamos literalmente estupefactos imaginando lo que podría dar de sí, en muchos sentidos, una lectura paisajística a esta escala.

En la ciudad existe también un micropaisaje urbano inmediato y minúsculo, a pie de calle, con el que nos topamos de narices a diario. Está compuesto, sin ir más lejos, por el propio asfalto y las baldosas geométricas de las aceras, las tapas de alcantarilla, cantidad de símbolos y señales de todo tipo que nos transmiten mensajes de manera machacona, el mobiliario urbano, los bajos de los edificios, los tags y graffiti de las paredes, las notas anónimas pegadas en los postes de los semáforos y que leemos sin retener mientras esperamos para cruzar la calle, las manchas en el suelo, las efímeras esculturas que se forman al lado de los contenedores de basuras, o las hojas de los plátanos sobre el asfalto mostrando aún su mano abierta y nervuda, como evocaba el poeta Enric Casassas. He ahí un micropaisaje urbano constituido por realidades anodinas sin interés aparente, por sutiles trazos que dejan entrever territorios latentes, por detalles insignificantes que no por ello dejan de traslucir un cierto aire melancólico. ¿Cuántos minutos al día contemplamos este micropaisaje urbano? Aunque nos movamos por la ciudad absortos en nuestros pensamientos, sueños y quimeras, lo cierto es que este micropaisaje nos envuelve, nos rodea, nos escudriña.

Micropaisajes son también las escenografías que (re) creamos en nuestras casas y hogares. Si el paisaje es memoria - y lo es-, no hay mejor paisaje que el doméstico, una verdadera torre de los recuerdos. La colección de fotografías de la artista polaca Joanna Maria Wróblewska sobre la casa de sus abuelos, reproducida en este mismo suplemento hace un par de años, es una excelente muestra de lo que puede dar de sí un micropaisaje familiar. En palabras suyas, “… la tuerca más pequeña, un broche que nadie necesita, una cortina desgarrada y una suela gastada son testimonios de la habitualidad… Ávidamente absorbo el paisaje familiar. Me pierdo en la maleza compacta de trastos. Vago por la pradera infinita de la memoria y la desmemoria”. Como dijo en una ocasión Antonio Lobo Antunes, “tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindieran intereses”.

Micropaisajes que llegan a su expresión más sublime en el propio rostro de las personas. Sí: el rostro es un paisaje, aunque quizá esta afirmación pueda sorprender al lector. Dado que, más allá de metáforas organicistas, nos atrevemos a definir el paisaje como el rostro del territorio, ¿por qué no mirar el rostro de una persona como si fuera un paisaje? Jordi Balló se refirió precisamente a ello en el seminario Indicadores de paisaje. Retos y perspectivas al comentar el creativo intercambio de mensajes en imágenes entre los cineastas Víctor Erice y Abbas Kiarostami en el marco de la exposición Erice-KiarostamiCorrespondencias, organizada por el Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona. La elección de estos dos nombres para este work in progress fue muy acertada, puesto que son dos de los directores de cine que mejor han entendido lo que puede dar de sí una mirada al paisaje a esta escala (no hay más que recordar, en este sentido, la película El sol del membrillo, de Víctor Erice). Pues bien, uno de los últimos mensajes de Kiarostami a Erice es una ingeniosa demostración de que, efectivamente, el rostro (y no sólo el humano) puede ser visto como un micropaisaje. Quizá no se trate tanto de que lo pequeño sea hermoso, sino de que, como dijo el ensayista inglés Samuel Johnson hace ya dos siglos, “es a través del estudio de las cosas pequeñas como llegamos al gran arte de sufrir lo mínimo y disfrutar lo máximo posible".



Joan Nogué

No hay comentarios.:

Publicar un comentario