sábado

EL PAISAJE COMO PROYECTO


1- La marcha: una crítica de lo real


        Volvamos al ejemplo de la marcha. Caminar no es simplemente una forma de estar fuera, pasivamente, en el mundo. En la marcha, la sensibilidad está activa y activada, el estar en el mundo está orientado, articulado. Conocemos artistas (y también los peregrinos) para los que caminar es hacer la obra; entre los más famosos actualmente están Richard Long y Hamish Fulton, que concentran lo esencial de su acción de artistas en el ejercicio concertado y prolongado de la marcha a través de un territorio. “No walk, no work”, escribe Fulton. Para él, se trata de construir por medio de la marcha una experiencia, a fin de cuentas bastante próxima a la de los caminantes místicos. ¿No habla él de la marcha como de una meditación? La cuestión es cambiar la percepción, dice (“Mi arte se hace en el acto mismo de caminar”, escribe), sin embargo, él no únicamente camina, él también dibuja el camino a partir de sus caminatas, a veces literalmente, bien dibujándolo directamente con los pies, bien marcándolo en el suelo alineando piedras que recoge en el terreno. Sus obras, aunque efímeras y con las fotografías que recoge como únicos testigos, son como las huellas, las marcas de su paso por el lugar. Sin embargo, contribuyen a renovar la visión que tenemos de esos lugares; más aún, permiten darles una nueva cualidad.

Tanto en un caso como en el otro, caminar no es sólo estar en el mundo, es estar en él de forma interrogante; caminar es cuestionar el estado del mundo, es sopesar lo que puede ofrecer a los hombres que están en él, caminar es una experimentación del mundo y de sus valores. La marcha recalifica el espacio en el sentido propio del término: le atribuye nuevas cualidades.

Pensemos entonces en la hipótesis siguiente, como final a esta larga nota preliminar: la idea de proyecto, utilizada exclusivamente por los arquitectos y los paisajistas, podría ser la recuperación voluntaria y concertada de este enfoque experimental de la realidad paisajera.

2- Los retos de la acción del paisajista

        El paisajista se sitúa en una lógica de la obra y de la acción sobre el mundo: interviene, en función de un encargo generalmente público sobre lugares y situaciones considerados como problemáticos o, en todo caso, modificables. Sabemos que en la arquitectura y en el urbanismo contemporáneos la toma de consciencia del paisaje ha contribuido a desplazar los cuestionamientos sobre la habitación humana: la preocupación del paisajista es menos la del edificio y sus estructuras internas que la de las relaciones que el edificio mantiene con su o sus contextos. Entre los especialistas en lo que yo llamaría el arte de la habitación, el paisajista es, podríamos decir, el encargado del contexto. Actualmente, las intervenciones del paisajista se desarrollan principalmente siguiendo tres direcciones, que constituirán los tres retos propios de su competencia de experto. Estas tres direcciones que, por otra parte, no se excluyen, son el suelo, el territorio y el entorno natural (más exactamente el medio vivo).

En un primer momento se considera el suelo, o eso que, a veces, se ha llamado el sitio. Se ha tomado consciencia de que el suelo posee un espesor, un espesor que no solo es material, sino también simbólico. Lo que significa que el suelo es el efecto de una construcción histórica, que es el portador de toda una superposición de pasados y que, al mismo tiempo, es una reserva de energías futuras. En otros términos, recurrir al paisaje refleja la toma de consciencia de que el espacio no es una página en blanco, sino, más bien, un palimpsesto. El suelo no es una simple superficie plana que se ofrece para la acción, sino que confronta la acción con un conjunto más o menos denso de trazos, de huellas, de plegados y de resistencias a los que debe acomodarse la acción.

La misma perspectiva la encontramos con la reivindicación de una renovada consideración al territorio. Pero con un elemento suplementario, el de la ampliación de la escala de intervención y, más aún, el de la articulación entre las diferentes escalas de intervención. Se ha hablado de una vuelta a la geografía. Considerar el territorio es, por ejemplo, considerar el espacio urbano en la complejidad de sus relaciones con la organización del espacio rural que lo rodea, con el entramado de carreteras y caminos, con las circunscripciones administrativas, en resumen, es resituar el espacio urbano en el interior de un determinado número de conjuntos morfológicos de escalas, de temporalidades y de lógicas de funcionamiento diversificadas con las que tiene que coordinarse.

Por último, se apela al paisaje de forma privilegiada cuando se trata de imaginar soluciones que permitan el “encuentro”, si puede llamarse así, entre la ciudad y la “naturaleza”. Como sabemos las inquietudes ecológicas y medioambientales son determinantes hoy en día. La naturaleza ya no representa sólo lo “otro” respecto a la ciudad, esa cosa verde más o menos salvaje que se encuentra en el exterior del universo urbano. La naturaleza está en la ciudad, y está presente en ella por una parte bajo el aspecto de preocupaciones en cuanto a la calidad de las aguas y del aire, por ejemplo, por otra parte bajo la forma de proyectos de parques y jardines públicos, y, por último, bajo la forma de reflexiones y de experiencias referentes a la diversidad de las especies vegetales que pueden instalarse en ella de manera perdurable. Para decirlo de otro modo, la ciudad se ha convertido en un medio natural híbrido particular.  

Por supuesto, cada una de estas tres direcciones da lugar a numerosas interrogantes y polémicas, y exige justificaciones. Pero que cada vez la problemática paisajera contribuye a cambiar los cuestionamientos sobre la ciudad, sobre su identidad y su devenir. Resulta bastante significativo, en este aspecto, que se requieran paisajistas para intervenir en espacios donde se dirimen cuestiones de límites y de franquear límites, en espacios que son orillas, umbrales, pasajes, intervalos, y donde cada vez se plantea la cuestión de posibilitar el encuentro entre lo urbano y lo no urbano, entre lo edificado y lo no edificado, entre lo cerrado y lo abierto entre el mundo humano y el mundo natural.

Ésta es la perspectiva que está presente en el movimiento de cámara de Godard, en su Lettre á Freddy Buache (una película sobre Lausanne que es una bellísima lección de paisaje), que hace que el ojo se deslice entre el verde de la campiña, el gris de la ciudad y el azul del agua, y le permita unir en un mismo pensamiento , como dice el propio Gordard, “la piedra de los arquitectos y la piedra de las rocas”. En otros términos, la problemática paisajera consiste en pensar la ciudad a partir de sus relaciones y en su integración con su suelo, su territorio, su medio natural. Permite retejer los vínculos entre la ciudad y su sitio, entre la ciudad y su territorio, la ciudad y su medio natural.

Esta problemática del “tejido” parece, en realidad, la más importante para determinar de forma exacta el tipo de acción propio del paisajista. Estamos aquí en el horizonte de una racionalidad contextual. La palabra “contexto”, señalémoslo, reenvía a la idea de “tejer con”. Es posible que el proyecto de paisaje sea la puesta en práctica de esta especie de jurisprudencia que se preocupa, para actuar en el espacio urbano, de las particularidades del sitio, del territorio y del medio natural. El pensamiento del paisaje, para el paisajista, es un pensamiento de lo posible. Más concretamente, es la búsqueda de los posibles contenidos en lo real.



3- Proyectar el paisaje

¿Cuál puede ser, entonces, este pensamiento del proyecto que sería propio del paisajista? ¿Qué es proyectar cuando el espacio no es una página en blanco o una tabla rasa? ¿Qué es un pensamiento del proyecto que sería al mismo tiempo un pensamiento de la preocupación? Formulemos la cuestión de un modo aún más brutal: ¿cómo el “principio-esperanza” puede articularse con el “principio-responsabilidad”?

Quizá pudiera replantearse la cuestión con ayuda de la fórmula siguiente: proyectar es imaginar lo real. La fórmula es voluntariamente ambigua. Proyectar el paisaje sería a la vez ponerlo en imágenes o representarlo (proyección) e imaginar lo que podría ser o llegar a ser (proyectación). Esta ambigüedad, o esta circularidad, es constitutiva de la idea misma de proyecto en el pensamiento del paisaje. Pone de relieve las dos dimensiones contenidas en el acto de proyectar: atestiguar, por una parte, y modificar, por otra.

Pero esta ambigüedad la encontramos en otros términos que también se emplean en los procesos del proyecto (y en pedagogía): describir e inventar. Describir es a la vez hacer el inventario (el geógrafo y el naturalista describen el mundo) y construir dibujando (la geometría). Inventar es a la vez encontrar lo que ya estaba allí (el arqueólogo inventa la pieza que desentierra) y formular algo nuevo (una idea o un objeto).

El proyecto de paisaje sería, entonces, el siguiente: crear algo que ya estaba allí. La situación intelectual del paisajista es paradójica. Hay que construir para ver lo que hay allí, para descubrir lo que hay allí, hay que trazar para saber lo que se quiere y lo que se quiere dibujar. Dicho de otro modo, el proyecto inventa un territorio representándolo y describiéndolo. Pero esta invención, hay que insistir en ello, es de una naturaleza particular, pues lo que se inventa ya está al mismo tiempo presente en el territorio, aunque como no visto y no conocido hasta entonces. La invención revela lo que ya estaba allí, pero al hacer esto desvela un nuevo plan de la realidad. De modo simétrico, esta realidad no se hubiera visto si no se hubiera dibujado y pensado. Como si la inteligencia humana viniera a insertarse en el movimiento del mundo para subrayar sus elementos y volver a tender los lazos entre esos elementos, como si, en el fondo, la inteligencia humana participara en la creación del mundo. Pues, si la invención es descriptiva, simétricamente, la descripción es inventiva. La invención es la atención escrupulosa a las señales que hay en el paisaje y que se esfuerza en tejer lazos entre estas señales y en captar en ellas una forma.

En realidad, me parece que uno de los motivos esenciales de lo que se ha convenido en llamar el “proyecto de paisaje” está contenido en la idea de un “pensamiento latente” que residiría detrás de las señales y las formas visibles, en esa especie de ola que se desarrolla por toda la extensión y le confiere, por decirlo así, un sentido. El proyecto sería la cartografía de esta ola invisible, de este “centro virtual” de los movimientos del espacio. Es esta danza del espacio lo que habría que captar.





Jean-Marc Besse

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