Los espacios, cuando tienen cualidades propias, reciben sus
determinaciones de las prácticas humanas, por lo que son estas últimas las que
casi siempre revelan dichas cualidades. Los paisajes que hoy consideramos más
bellos no siempre lo fueron para las épocas que nos precedieron. La montaña no
se considero realmente hermosa hasta finales del siglo XVIII, a partir de
Rousseau y de H.B. de Saussure. La atracción por el bosque o la orilla del mar,
el interés estético que han despertado, también tienen una historia. Los usos
humanos varían y los lugares cambian de “asignacion”: algunas cuevas naturales
han servido sucesivamente como depósitos, como refugios durante los bombardeos
o como garajes de barcas, hasta ser abandonadas, desasignadas. Estas palabras
señalan la importancia de una inversión existencial en la forma de percibir un
lugar: evocan afectos individuales y colectivos, reactivados por una memoria
que inscribe todo espacio en una historia determinada. A veces, esta memoria se
embrolla o se pierde casi por completo. Queda algo, pero no se sabe muy bien
qué. El antropólogo Marc Auge, al caracterizar los lugares como identitarios,
relacionales e históricos, a contrapuesto a ellos los “no lugares” que carecen
justamente de estas características, como los lugares de transito o de
ocupaciones provisionales, los clubs de vacaciones, las casas ocupadas, los
barrios de chabolas o los campos de refugiados. ¿Son indeterminados por eso? La
cuestión merecería ser discutida, pero solo se puede hablar, creo yo, de
indeterminación respecto a estos lugares y de forma metafórica, exasperando
esta idea y considerando, como Marc Auge, que el espacio del viaje podría ser
“el arquetipo del no lugar”. Sin duda, no existe un espacio sin determinación o
indeterminado, como tampoco existe una materia informe, o digamos que, como
ella, un espacio tal esta bajo el poder de una forma que todavía no tiene, sin
que por ello pueda identificarse con la que ha perdido. Este perímetro vacante
que se encuentra a veces alrededor de las ciudades, como antaño La Zone
alrededor de Paris, puede considerarse indeterminado en este sentido. Destinada
durante una época a la protección militar, La Zone perdió esta función a
principios del siglo XX y permaneció a la espera de nuevos proyectos hasta su
destrucción a comienzos de la década de 1940. Durante este periodo transitorio
toda una población de excluidos vivió allí en condiciones precarias.
Estos espacios intermedios, abandonados a su suerte, son
también lo que en francés se ha dado en llamar terrains vagues, restos de
viviendas insalubres destruidas que constituyen una especie de plazoletas y
jardines improvisados o “dientes careados” mas o menos ocultos a las miradas.
Disimulados, efectivamente, para evitar lo que dichos lugares a menudo
suscitan: actividades marginales más o menos licitas, asentamientos temporales,
forums o espacios de juego.
Para los artistas, estos intersticios en las ciudades son
particularmente interesantes. Así, Gordon Matta-Clark compro en 1973 minúsculas
parcelas de terreno situadas entre los edificios en el Queens y en Straten
Island, espacios residuales recuperados por la ciudad por no haber satisfecho
las tasas locales. Al comprar estos terrenos a la ciudad de Nueva York,
Matta-Clark los designaba y les daba una determinación simbólica, puesto que no
tenían una utilidad propia (Reality properties: Fake estates, 1973).
Los restos industriales o las canteras a cielo abierto y
abandonadas que son objeto de rehabilitación son lugares de la misma
naturaleza. Robert Smithson afirmaba que: “En muchos aspectos, el lugar mas
humilde, es decir el mas degradado después de extracciones mineras, es mas
estimulante para el arte.” Dichos lugares, a los que calificaba de
“entrópicos”, es decir, degradados en sus formas primigenias, son sugestivos
porque muestran las propiedades desnudas de sus materiales, pero también por
las dinámicas que los atraviesan una vez liberados de los objetivos de la
producción industrial.
El grupo romano Stalker, desde su creación en 1993, ha
explorado los intersticios de las ciudades, empezando por Roma, cuyo mapa
dibujaron en 1995 paseándose a través de terrenos abandonados, “vacios”, hoy
por hoy “indeterminados”, que cubren una superficie mayor que las propias
manzanas de casas. Artistas como Michel Blazy, Didier Courbot, o Jan Kopp se
han interesado por las plantas que crecen entre los escombros y por las formas
de micronaturaleza en las ciudades que dan una identidad a espacios y a formas
de vida casi siempre ignoradas. El paisajista, Gilles Clement, promotor del
concepto “jardín planetario”, ha contribuido mucho a llamar la atención sobre
estos “olvidados” a través de su Eloge de la friche. Estos terrenos acondicionados por el hombre y
abandonados por el, explica Gilles Clement, tanto en la ciudad como en el
campo, si son repoblados con las técnicas forestales clásicas, pueden
reconvertirse en lugares de la naturaleza. En realidad, la indeterminación
caracteriza una dinámica y cualifica espacios en mutación donde los procesos
naturales toman la delantera a las intervenciones humanas, sin que el hombre
sea totalmente ajeno a estas transformaciones.
Gilles Tiberghien
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