LUGARES VACÍOS, PAISAJES IGNORADOS
Uno
de los efectos más notables y menos estudiados de los actuales procesos de
metropolización y urbanización difusa y
dispersa por el territorio es el surgimiento de infinidad de espacios vacíos, desocupados, aparentemente libres;
espacios sin una función clara en
el nuevo entramado urbano más allá de su potencial valor especulativo, en el
supuesto de que sean urbanizables. Aparecen
como tierras de nadie, territorios sin rumbo y sin personalidad,
despojados como están de su carácter primigenio, de su razón de ser en un
territorio que ha dejado de existir. Son espacios indeterminados, de límites
imprecisos, de usos inciertos, expectantes, en ocasiones híbridos entre lo que
han dejado de ser y lo que no se sabe si serán. Son los terrains vagues, extraños lugares que parecen condenados a un
destierro desde el que contemplan, impasibles, los dinámicos circuitos de
producción y consumo de los que han sido apartados y a los que algunos –no
todos- volverán algún día.
Estos espacios intersticiales opacos y abandonados se multiplican en las
periferias urbanas, entre y a los lados
de autopistas, autovías y cinturones orbitales, todos ellos potentes
ejes viarios imprescindibles para que el nuevo sistema urbano –inspirado en el urban
sprawl norteamericano- funcione, esquivando la continua amenaza del
colapso. Estos espacios yermos entre autopistas han servido en muchas ocasiones
de escenarios más bien tenebrosos y fúnebres para el cine de acción y la novela
negra. Son el decorado preferido de
J.G. Ballard, uno de los escritores que más y mejor partido han sacado
de ellos. Novelas como Crash (1971) y La isla del cemento (1973),
con acentuadas dosis de erotismo y violencia, y sirviéndose del automóvil como
metáfora sexual y también como metáfora
global de la vida del individuo en la sociedad contemporánea, son un
verdadero canto a uno de los paisajes más desolados, inhóspitos y, a su vez,
cotidianos y familiares de nuestros entornos metropolitanos.
¿Qué hacemos con este paisaje?
Centenares de hectáreas van sumándose año tras año al mismo y, a pesar
de ello, a nadie se le ocurre qué hacer con él, más allá de algunas
intervenciones cosméticas en las tan socorridas rotondas que se han extendido
por el país como una especie de epidemia, llegando incluso a recónditos núcleos
rurales sin apenas tráfico rodado. Las administraciones se ven superadas por
este nuevo paisaje: a pesar de contar con el beneplácito de sus instancias
planificadoras, éstas no se sienten comprometidas con él, por lo que no han
desarrollado el aparato teórico, metodológico e instrumental necesario para
hacerle frente. Sólo algunos ayuntamientos (municipalidades) han osado plantarle cara con
decisión e imaginación.
Tengo la impresión de que una interesante fuente de inspiración para orientarnos
sobre cómo tratar estos espacios vacíos y qué hacer con su paisaje puede
proceder del uso espontáneo que la
gente les ha dado. Un ejemplo paradigmático es el de la huerta familiar, de autoconsumo,
concebida como actividad de ocio. Su proliferación en los terrenos de los
márgenes fluviales nacidos a raíz de la canalización de la mayoría de los
cursos de agua del área metropolitana de Barcelona ha sido espectacular.
Dejando a un lado las discrepancias estéticas y los problemas –sobre todo de
salubridad- que una actividad de este tipo, desprovista de control, pueda
acarrear, lo cierto es que, desde un punto de vista social y territorial, se
trata de una demostración palpable de que estos espacios obsoletos,
abandonados, pueden ser objeto de un uso social alternativo, imaginativo,
fugaz, versátil, variable, que difícilmente se dará en el espacio estructurado,
planificado, eficiente y productivo que los ha engendrado en forma de
externalidades territoriales no previstas. Es entonces cuando se convierten en
espacios disidentes, de trasgresión, y es entonces, precisamente, cuando más
podemos aprender de ellos, a pesar de su momentáneo anacronismo e incluso de su
innegable cutrez. Numerosas ciudades argentinas –por poner el ejemplo de una
sociedad tan castigada como capaz de respuestas imaginativas- han visto nacer
bajo sus autopistas elevadas canchas de
tenis y espacios de reunión frecuentados por las murgas barriales (grupos
musicales que se inspiran en la música rioplatense de finales de siglo),
en los que ensayan sus canciones y preparan sus protestas sociales.
Habría que comenzar por rescatar dichos espacios del anonimato; hacerlos
visibles, cartografiarlos. Nos
daríamos cuenta de que son muy abundantes y de variadas dimensiones y que no
sólo están localizados en las periferias urbanas de las grandes metrópolis,
sino también en las ciudades medias y pequeñas e incluso, a veces, en el propio
centro de la ciudad. Tal vez, entonces, podríamos desarrollar algo así como la
ley espacial del abandono, de la desestructuración del territorio, del negativo de la urbanización de la
que parecemos estar tan orgullosos. Habría,
pues, que mapear, fotografiar, recorrer y, sobre todo, sentir estos paisajes
olvidados y decadentes para, así, ser capaces de hablar de ellos en tanto que
sujetos y no como meros residuos de los usos que los marginan. Quizás
después nos atreveríamos a proponer intervenciones paisajísticas en ellos sin
caer en la mera jardinería, sino apostando por la experimentación de nuevos
usos y cánones estéticos.
Joan
Nogué
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