CUANDO
LOS LUGARES NOS DESNUDAN
A veces parece como si
determinados lugares tuvieran una magia especial, porque en ellos -y sólo en
ellos- hemos sido capaces de desvelar nuestros secretos más profundos, nuestros
sentimientos más escondidos. Hemos vivido en ellos experiencias extraordinarias
que nunca hubiéramos experimentado en nuestros espacios de vida cotidiana,
hasta tal punto que, con el paso del tiempo y la lejanía física, llegamos
incluso a dudar si se dieron en la realidad, o si fuimos nosotros sus verdaderos
protagonistas y no otra persona. Y han sido, además, experiencias momentáneas,
intensas pero breves, tanto que a menudo nos vienen a la memoria como si fueran
un sueño; una ilusión que, al cabo de los años, queda reducida a una imagen, a
una coreografía plástica llena a rebosar de sensaciones que querríamos saborear
hasta el último detalle y que, sin embargo, somos incapaces de retener en su
totalidad y riqueza de matices.
Así es y así lo vivimos, aunque no
sepamos muy bien qué es lo que ha sucedido ni porqué. ¿Es el viaje lo que nos
induce a ello, es decir el hecho de salir -de huir- de los espacios vividos a
diario para llegar a otros desconocidos, donde la sorpresa y el asombro todavía
son posibles? ¿Actuamos realmente de otra forma cuando dejamos de sentirnos
condicionados por aquellos espacios cotidianos que marcan nuestras coordenadas
espacio-temporales de manera tozuda e implacable? ¿O es, simplemente, la
influencia del genius loci, del sentido del lugar, que tantos ríos de
tinta ha dejado correr a lo largo de la historia?
No hay duda de que el viaje, per se, tiene un atractivo especial y transpira aún una cierta aureola mítico-legendaria. Viajar es, en esencia, moverse hacia un espacio desconocido. No se concibe el viaje hacia lo conocido, hacia el espacio donde consumimos nuestra cotidianeidad. Podemos movernos en ese espacio, pero se tratará de un simple acto de movilidad funcional. Será un moverse sin sorpresa, a menos que no recreemos artificialmente lo imprevisto, lo insospechado. Viajamos cuando paisajes cotidianos, cargados de símbolos culturales que recuerdan la pertenencia a un espacio y a un tiempo concretos, se sustituyen súbitamente por otros paisajes, en los que nos sorprenderán el clima, la vegetación, el color, la luz, los olores, los sonidos. Traspasar los límites del espacio conocido no es un acto corriente. Lo corriente es moverse en un espacio cargado de lugares familiares, de símbolos culturales plasmados en el paisaje. Se trata, de hecho, del dualismo ancestral entre espacio cotidiano y no cotidiano, entre espacio conocido y desconocido, entre espacio utilizado y no utilizado. El viaje es en verdad ´viaje´ -esto es, un vi (r) aje existencial- cuando se convierte en algo gratuito, libre, no necesariamente asociado a una finalidad concreta. Es la movilidad entendida como fuente de libertad y de transgresión, como acto de rebeldía fugaz y efímero contra los constreñimientos de la cotidianeidad. Quizá por ello Antonio Tabucchi, fascinado por los libros de viaje, les otorga el don de ofrecer un más allá plausible a nuestro aquí difícilmente llevadero. El simple hecho de viajar nos incita, nos provoca, interroga a nuestro ser más insondable y, por ello mismo, nos predispone a mirar y a vivir los nuevos lugares de otra forma.
Pero estos lugares no son todos iguales, ni los seres humanos los viven de la misma manera. Los lugares no pueden ser considerados como simples localizaciones ni amorfos nodos o puntos estructuradores de un espacio geográfico que demasiado a menudo se concibe, a su vez, como un espacio casi geométrico, topológico. El espacio geográfico es, en esencia, un espacio existencial y, en él, los lugares son porciones del mismo imbuidas de significados, de emociones, de sentimientos. Su materialidad tangible está teñida, bañada de elementos inmateriales e intangibles que convierten cada lugar en algo único e intransferible, lo que da como resultado un particular genius loci, esperit du lieu o, si se quiere, sentido del lugar. Por eso, más allá de nuestra propia predisposición y estado de ánimo, nos evocan sensaciones distintas y nos incitan la imaginación en mayor o menor medida y de múltiples maneras. Hay lugares, en efecto, que nos desnudan más -o más rápidamente- que otros y en ellos nos vemos capaces, sin saber muy bien porqué, de sacar a flote sentimientos y formas de interacción personal que apenas manifestamos en nuestros entornos cotidianos.
No hay duda de que el viaje, per se, tiene un atractivo especial y transpira aún una cierta aureola mítico-legendaria. Viajar es, en esencia, moverse hacia un espacio desconocido. No se concibe el viaje hacia lo conocido, hacia el espacio donde consumimos nuestra cotidianeidad. Podemos movernos en ese espacio, pero se tratará de un simple acto de movilidad funcional. Será un moverse sin sorpresa, a menos que no recreemos artificialmente lo imprevisto, lo insospechado. Viajamos cuando paisajes cotidianos, cargados de símbolos culturales que recuerdan la pertenencia a un espacio y a un tiempo concretos, se sustituyen súbitamente por otros paisajes, en los que nos sorprenderán el clima, la vegetación, el color, la luz, los olores, los sonidos. Traspasar los límites del espacio conocido no es un acto corriente. Lo corriente es moverse en un espacio cargado de lugares familiares, de símbolos culturales plasmados en el paisaje. Se trata, de hecho, del dualismo ancestral entre espacio cotidiano y no cotidiano, entre espacio conocido y desconocido, entre espacio utilizado y no utilizado. El viaje es en verdad ´viaje´ -esto es, un vi (r) aje existencial- cuando se convierte en algo gratuito, libre, no necesariamente asociado a una finalidad concreta. Es la movilidad entendida como fuente de libertad y de transgresión, como acto de rebeldía fugaz y efímero contra los constreñimientos de la cotidianeidad. Quizá por ello Antonio Tabucchi, fascinado por los libros de viaje, les otorga el don de ofrecer un más allá plausible a nuestro aquí difícilmente llevadero. El simple hecho de viajar nos incita, nos provoca, interroga a nuestro ser más insondable y, por ello mismo, nos predispone a mirar y a vivir los nuevos lugares de otra forma.
Pero estos lugares no son todos iguales, ni los seres humanos los viven de la misma manera. Los lugares no pueden ser considerados como simples localizaciones ni amorfos nodos o puntos estructuradores de un espacio geográfico que demasiado a menudo se concibe, a su vez, como un espacio casi geométrico, topológico. El espacio geográfico es, en esencia, un espacio existencial y, en él, los lugares son porciones del mismo imbuidas de significados, de emociones, de sentimientos. Su materialidad tangible está teñida, bañada de elementos inmateriales e intangibles que convierten cada lugar en algo único e intransferible, lo que da como resultado un particular genius loci, esperit du lieu o, si se quiere, sentido del lugar. Por eso, más allá de nuestra propia predisposición y estado de ánimo, nos evocan sensaciones distintas y nos incitan la imaginación en mayor o menor medida y de múltiples maneras. Hay lugares, en efecto, que nos desnudan más -o más rápidamente- que otros y en ellos nos vemos capaces, sin saber muy bien porqué, de sacar a flote sentimientos y formas de interacción personal que apenas manifestamos en nuestros entornos cotidianos.
Para producir estas emociones, para desarmarnos
y sacar a la luz interioridades bien guardadas y apenas visibles en
nuestros espacios de vida habituales, dichos lugares no tienen por qué ser
especialmente significativos desde un punto de vista simbólico o cultural, ni
precisan de solera histórica alguna. Pueden poseerla y ello, como la
contemplación de un paisaje espectacular, contribuye sin duda a despertar en
nosotros intensas emociones que llegarán a conmovernos. Pero a veces son los
lugares radicalmente opuestos a los descritos los que nos perturban y activan
nuestra sensibilidad, como comentaba hace unas semanas Jordi Balló en este
mismo periódico en relación con el uso que el cine hace de los mismos. En
efecto, la frialdad solitaria de una planta de extracción de petróleo perdida
en la inmensidad de un mar cualquiera es usada por Isabel Coixet en su película
La vida secreta de las palabras como el lugar idóneo para la revelación
de los secretos ocultos de sus personajes. Y en la película Lost in
Translation, de Sofia Coppola, Bob Harris (Bill Murray) y Charlotte
(Scarlett Johansson) establecen una peculiar amistad, que les lleva a descubrir
una nueva manera de ver la vida, en un hotel de una cadena internacional
anodina e impersonal, perdidos en una gran megalópolis contemporánea. ¿Será
cierto que "el paisaje, como el clima, es algo interior, de tal manera que
el gris no tiene por qué ser melancólico ni el rojo alegre", como dijo
Theo Angelopoulos en el estreno de su última película, Eleni?
El cine -el buen cine- plantea de
manera eficaz esta especial relación entre el individuo y el lugar con la ayuda
inestimable de la imagen, a pesar de que ésta no es imprescindible para
transmitir a un tercero las sensaciones que los lugares nos generan. Sin la
imagen, y solamente a través de las palabras, Yi-Fu Tuan, geógrafo y ensayista
norteamericano de origen chino de una vasta cultura humanista y particular
sensibilidad, se ha acercado como nadie a la esencia de las complejas
relaciones del ser humano con los lugares, con todo tipo de lugares, incidiendo
en cómo éstos imbuyen de significado al espacio geográfico, cómo se genera el
sentido del lugar y cómo se explican los inesperados comportamientos que
mantenemos con ellos, como el esbozado en este artículo. Tuan nos indicó el
camino a seguir para explorar las experiencias íntimas del lugar, de todos los
lugares, pero no nos advirtió de lo que nos podía ocurrir en el intento.
Joan Nogue
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