jueves

LA OTRA MITAD DEL PAISAJE



Caminamos erguidos y mirando alternativamente hacia delante y hacia el suelo, pero pocas veces alzamos el mentón para contemplar la inmensa cúpula que nos envuelve, el cielo protector que nos abraza, evocando aquí la novela homónima de Paul Bowles, The Sheltering Sky, publicada en 1949 y llevada muchos años después al cine de la mano de Bernardo Bertolucci.

Parece como si sólo percibiéramos, en términos geométricos, la mitad del paisaje, los 90° que van desde el suelo que pisamos hasta el horizonte que se perfila a la altura de nuestros ojos. La otra mitad, la que lleva hasta los 180°, está ahí como un gran telón de fondo intangible, como una extraordinaria bóveda incorpórea y volátil que no merece más atención que la que solemos dispensar a los envoltorios. Y, sin embargo, de esta colosal cubierta emana algo tan fundamental como la luz, que influye en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, por no decir en la vida misma.

Los arquitectos lo saben muy bien, En el fondo, la historia de la arquitectura –de la buena arquitectura- puede resumirse en un esfuerzo incesante y a veces titánico por capturar esta luz y después controlarla, dominarla, jugar con ella y hacerla jugar con el espacio, otro elemento intangible y siempre presente, también, en nuestras coordenadas existenciales. Lo recordaba con otras palabras Joaquim Español en el acto de presentación del libro Luz Cenital (2005), de Elías Torres, que tuvo lugar precisamente en una de las obras maestras de la arquitectura medieval peninsular en lo referente a la captación de la luz, de la luz cenital en este caso: los Baños Árabes de Girona. En todas las civilizaciones y épocas han existido arquitectos sensibles e inteligentes capaces de ejercer este arte casi mágico de manipular la luz y de crear, con ella y con el espacio, ambientes plácidos y agradables. La arquitectura nórdica es la que, desde mi punto de vista, mejor ha resuelto este reto en el último siglo, lo que no debería sorprendernos si consideramos las condiciones climáticas y las horas de luz diurna de los países escandinavos. La biblioteca de Estocolmo, de Erik Gunnar Asplund, construida entre 1920 y 1928, es una muestra paradigmática de esta excelente tradición.

Si los arquitectos son conscientes de lo que emana de la mitad del paisaje que no miramos, los pintores mucho más. Ellos, como los poetas, miraron al cielo en el pasado, sobre todo después de la revolución copernicana renacentista, que tuvo sin duda una gran influencia en la forma de entender el cosmos, el universo, la Tierra y, por supuesto, el cielo que la envuelve. A partir de este momento el paisaje en su globalidad, con sus dos mitades, dejó de ser un simple escenario de fondo para convertirse en el motivo central de la obra; dejó de ser objeto para convertirse en sujeto. Las nubes aparecen con fuerza en Bellini y Giorgione y, en la pintura flamenca posterior, el cielo en su conjunto se convierte en una parte esencial del paisaje representado. Los vedutisti italianos se recrearán en él y algunos románticos, como Caspar David Friedrich, se servirán del mismo para alcanzar lo sublime; pero será Turner, en la primera mitad del siglo XIX, quién llegará más lejos, adelantándose a los impresionistas franceses. Turner, el pintor de la luz, del agua y del cielo, será capaz de unir las dos mitades del paisaje en una especie de amalgama evanescente y etérea, vaporosa. Más interesado en el color que en la forma, se servirá continuamente del cielo y de su luz para convertir sus acuarelas, sobre todo las venecianas, en una especie de realidad inmaterial, insustancial; esto es, en toda una poética del color, en definitiva.

No hay paisaje sin cielo; y no sólo eso: cada paisaje tiene su cielo. Quienes se han encargado en el curso de la historia de recordárnoslo son los geógrafos, aunque a veces de manera demasiado sutil y discreta. Sus monografías regionales contienen siempre descripciones paisajísticas que exigen un esprit de finesse no siempre al alcance de cualquiera. Paul Vidal de la Blache, Élisée Reclus, Carl Sauer o Pau Vila, entre muchos otros, dispusieron en gran medida de él y lograron, por esta causa y no otra, escribir verdaderas obras de arte. Siguen hoy esta rica tradición Yi-Fu Tuan, Anne Buttimer, Augustin Berque, Eugenio Turri o Eduardo Martínez de Pisón, entre otros tantos.

Hemos hablado hasta ahora de la otra mitad del paisaje desde una perspectiva geométrica y espacial, pero si variamos el punto de vista y nos situamos en otras perspectivas, hallaremos también otras mitades (¿será simétrico el mundo?). Si consideramos el tiempo y no el espacio, por ejemplo, nos encontramos con otra mitad tanto o más olvidada que la descrita anteriormente en nuestra percepción habitual del paisaje: la nocturna, mejor dicho, los paisajes nocturnos, los paisajes sin luz solar. Aunque varía según la estación del año, lo cierto es que, más o menos y como promedio anual, la mitad del día –la mitad de toda nuestra vida- la pasamos sin luz solar, en el mejor de los casos a oscuras o con una tenue irradiación lunar o estelar; en el peor de ellos, bajo los efectos de una potente contaminación lumínica artificial.

El paisaje de día cambia radicalmente de noche, pero sigue siendo paisaje y, sin embargo, parece como si no existiera. El mismo paisaje contemplado de día parece otro de noche. Es la magia de la nocturnidad: las formas, las texturas, los colores se transforman, se transmutan; de noche, en efecto, todos los gatos son pardos. Los sonidos del día –los potentes paisajes sonoros diurnos- desaparecen o se reducen, porque la noche es –o era- el reino del silencio, sólo truncado antaño por sonidos procedentes del mundo animal o producidos por fenómenos metereológicos como el viento, la lluvia, los truenos. Incluso la cúpula celeste diurna adquiere otro cariz en una noche de cielo despejado y estrellado: la sensación de protección que ofrecía de día el techo celeste, se transforma al anochecer en una misteriosa –y a veces exasperante- sensación de infinitud, de inmensidad, de soledad cósmica.

Una plenitud existencial en términos geográficos y de enriquecimiento sensorial –y, por tanto, personal- requiere la reivindicación  de una mayor atención del individuo y de la sociedad en su conjunto hacia todas esas otras “mitades” del paisaje infravaloradas, desatendidas, menos preciadas. No vivimos a fondo, como ciudadanos, los paisajes que tenemos a mano, simplemente porque no los vemos, y no los vemos porque no nos han enseñado a mirarlos.




Joan Nogué

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