Las
megaciudades son el horizonte contemporáneo. No se puede entender la creación
artística y arquitectónica independientemente de la escala actual de la gran
metrópolis, junto con la pérdida de referencias históricas y lugares (lo local)
que causa. Esta pregunta ha marcado decididamente la producción y el debate
actual en torno al arte y la arquitectura: En los últimos años, varios
proyectos fueron desenvueltos para el espacio urbano, cuyas relaciones con las
operaciones de revitalización y desarrollo urbano son cada vez más complejo y
polémico, lo que lleva al mismo tiempo, un reflujo de reacción, lo que reafirma
la autonomía de la obra de arte y volver al museo.
Ha
habido, a finales de 1960, una crisis de los espacios expositivos
tradicionales, como museos y galerías. El minimalismo rompe con el espacio
trascendental del arte moderno, el rechazo de la escultura tradicional base
antropomórfica y la falta de relación con el lugar. Reintegrar la obra de arte
entre los objetos, explorar las consecuencias perceptivas de una intervención
en un lugar determinado. Ocurre una redefinición de su escala en términos de
recepción, un cambio de orientación del objeto para el observador. Varios
artistas han recurrido a los materiales y objetos de uso cotidiano e
industrial, creando trabajos específicos (implicando una lectura de la
organización y la importancia de los espacios) para los sitios a menudo lugares
comunes de la ciudad.
La
escultura moderna pasó de una lógica del lugar histórico, el monumento o la
estatua, hacia una forma autónoma –el
objeto sin lugar, absorbiendo el pedestal que indicaba su implantación en un
solo lugar. La producción contemporánea, por el contrario, incorpora estos
límites externos, la arquitectura y el paisaje, mediante la introducción de una
lógica diferente del espacio. Un proceso de ampliación que va a hacer a la
escultura admitir en su campo todo aquello que hasta entonces excluía, pasando
a explorar las posibilidades de las relaciones con la arquitectura y el
paisaje.
En
esta situación, el espectador pasa de una contemplación ambulatoria de objetos
autónomos, presentados en un contexto neutral, para vivir una experiencia
estética, proporcionada por el lugar invertido artísticamente. De ahí el uso de
los edificios sin uso, como galpones industriales o espacios públicos (calles,
fachadas, monumentos). Espacios de connotación fuerte y capaz de proporcionar experiencias
con el pasado y con el significado social y político de los lugares.
Las
relaciones con el lugar se tornan un componente indisociable de la obra de arte.
Esta nueva experiencia estética sustituye la contemplación de los objetos
independientes desplazados de su contexto al ser colocados en una nueva
situación. Un cambio radical en la cuestión de la percepción, que pasa a
suponer a un observador inserto en el espacio engendrado por la obra. La obra
como objeto se diluye ante el uso del lugar como una forma de experiencia estética.
Cuando
las prácticas de sitio específico fueron introducidas, a finales de la década
de los sesenta, la cuestión era una crítica a la autonomía de la obra de arte,
de la escultura entendida a través de sus relaciones estructurales internas. La
incorporación del lugar como ámbito de la percepción de la obra ocurre, por lo
tanto, esencialmente por la extensión de esos principios para el sitio
alrededor. El sitio era entendido como específico en un sentido formal,
abstracto y estético. De ahí que muchos de esos trabajos fueran reapropiados
por el circuito comercial, acabando expuestos en los museos.
Fue a
partir de esto que artistas como Serra o Smithson, radicalizaran sus
procedimientos de sitio específico recurriendo a escalas, métodos industriales de
producción y procesos de implantación que, en vez de adecuarse a un lugar,
introducen una búsqueda crítica sobre la situación urbana. Mientras las obras
convencionales de sitio específico tendían a acomodarse a las condiciones
formales de los espacios, unidas a un enfoque puramente estético, estas otras
entran en conflicto con la arquitectura y el diseño de los lugares. Son
intervenciones en la ciudad que reaccionan al espacio urbano.
Estos
procedimientos van a posibilitar el surgimiento de operaciones que redefinirán
la especificidad de los sitios y que van a introducir un nuevo tipo de
experiencia espacial: una que tiene en consideración las dimensiones
institucionales, económicas y políticas del espacio, enfatizando en sus
contradicciones y conflictos. Ocurre una extensión del concepto de sitio, el
que abarca no sólo el contexto estético de la obra sino también el significado
simbólico, social y político de los lugares, así como las circunstancias
históricas en las que se inserta la obra de arte, el lugar y el observador.
Es
superada la presuposición formalista de que los sitios para la percepción
estética son política y socialmente neutros. En contraposición la noción
convencional de sitio específico, para la cual los espacios urbanos son
tratados como ambientes estéticos, físicos y funcionales, la obra se tiene en
relación a la situación urbana y cultural. No se trata de una extensión
meramente geográfica de la idea de sitio específico; la ciudad aparece como
formas espaciales marcadas por el lenguaje de la administración pública y los
tipos de derechos de autor y uso, la ideología, la economía y la política.
A
finales de los años ochenta procurarse nuevos espacios para las prácticas
artísticas se convierte en una norma. Los procedimientos del Land art y los
trabajos de sitio específico evolucionan dispersándose por la ciudad estas
ocupaciones y a la utilización de redes de comunicación. La tendencia acaba en
una desenfrenada búsqueda de lugares no ocupados por el arte. La pretendida
originalidad de este tipo de manifestación pasa muchas veces a residir no en en
carácter extraño del lugar sino en la calidad de las obras presentadas. Se
impone entonces la estrategia artística –radicalmente opuesta a la que marcó el
origen del sitio específico- que consiste en abandonar la pesquisa formal a
favor de la contextualización de las obras. Aquí cada artista responde a una
situación de exposición en relación al trabajo de otro y acepta las
contaminaciones e interferencias que allí puedan resultar.
La instalación se convierte en un paso
inevitable de este pasaje del museo a la ciudad. Ocurre una disipación de la
exposición en el medio urbano, basada en un programa que requiere que el
espectador se mueva a través de ella. La visita al museo es sustituida por una
serie de itinerarios urbanos, una reanudación anacrónica del modelo de flâneur
y su fascinación por la extrañeza de la ciudad. La especificidad del sitio
recupera la idea del viaje.
El
minimalismo y las obras de sitio específico, con la valorización de la experiencia
y de la deambulación, acabarían entonces paradójicamente formando una
pragmática basada en el espectáculo de la ciudad. Con la transformación de la
ciudad como lugar de exhibición, el mapa sustituye a la obra de arte, y la
ciudad sustituye al museo.
Los
espacios urbanos abandonados inducen a un exotismo local. Las propiedades
metafóricas del sitio enfatizan su dimensión heroica y espectacular,
transformándose en temas para cada intervención. Hay una fuerte dimensión
pintoresca en esta deambulación por edificios en ruinas. Una experiencia que se
puede hacer, en última instancia, en cualquier lugar, amenazando
paradójicamente, la especificidad de la inscripción original.
Es
evidente que la critica que impregna esas formulaciones desprecia varios aspectos:
la obligación de buscar obras a través de la ciudad exige del espectador un
compromiso mucho mayor frente a la visita organizada y más pasiva a un museo. Además
de eso la revelación de espacios que se quiere tornar extraordinarios puede
producir resultados de excepcional pertinencia. Tales intervenciones pueden
permitir cambios más sutiles entre imágenes, lugares y observadores.
Sin
duda hay una radical transformación de la práctica in situ. Hoy cualquier cosa
puede ser agrupada bajo esa expresión. El curador decide el lugar y los
parámetros de la operación. Ello implica una gradual extensión de la definición
de sitio. Se extiende del edificio a todo el país. Deja de ser un contexto
ingresado por la obra. Es más una referencia local comentada por el trabajo. No
es casualidad que las obras in situ pasan entonces a poder ser desplazadas,
además de eventualmente exhibidas en museos.
La
práctica de obras in situ corren hoy el riesgo de ser, en la mayoría de los
casos, más un modo disfrazado de publicidad y de política corporativa. Todo un
segmento de la producción in situ coquetea con un nuevo paradigma de estética
comunicacional. El trabajo va para el lugar. Una orientación cada vez menos
característica del modus operandi que tiene en cuenta el lugar. Lo que queda de
la especificidad del sitio es ahora menos definido por una estrategia apuntando
al lugar que por un intercambio de lugares, creaciones que se hacen en el
movimiento de un lugar a otro.
Surge
entonces una nueva figura, el “artista interventor itinerante”, que toma el
mundo como un vasto campo para sus acciones puntuales. El artista convertido en
etnógrafo. Nuevas relaciones con nuevas situaciones geográficas y sociales
cambian el estatus del artista. Es implícita la presunción de que el lugar de
las transformaciones políticas es también el lugar de las transformaciones
artísticas. El etnógrafo se convierte en el paradigma del arte contemporáneo.
Se
impone la temática de los cambios en la localización del arte: y junto a la
figura de la localización viene la analogía de la cartografía. Más la
cartografía que tiende hoy en día hacia
lo sociológico y lo antropológico. Los trabajos para lugares específicos
subsidiados pasan a tratar situaciones como sitios etnográficos. Se utiliza
para hacer aparecer nuevamente no-lugares, restaurarlos como lugares arraigados
y no como espacios abstractos. Utilizados para reintroducir valores como
autenticidad y singularidad, para uso de patrocinadores. El arte para sitios
específicos se convierte así en una cartografía etnográfica de las comunidades.
Las
instituciones pueden usar obras de lugar específico para el desarrollo
económico, recuperación social y turismo artístico. Los proyectos de lugar
específico se convierten en lugares de interés turístico, y las tensiones se
reconcilian con promociones culturales y políticas. La nueva obra de sitio
específico se convierte en simple política de identidad comunitaria.
Son
transformaciones direccionadas para el naciente turismo cultural. Ese género de
manifestación no sólo descubre obras particulares, sino también realidades
desconocidas de una ciudad o de un país. Previsto de un mapa y de un medio de
locomoción, el turista recorre los más diversos lugares, siempre en busca de lo
exótico. Lugares cargados de significado histórico, político y social, y
también escenarios banales de la vida cotidiana, áreas populares, son
convertidos en parques de recorrido turístico. El propio artista se convierte
en turista y los curadores vienen a pedir artistas etnográficos nómades en
diferentes sitios.
Las
operaciones de lugar específico son convertidas en prácticas nomádicas: artistas
itinerantes que realizan varias visitas, encuestas y reuniones con
especialistas, administradores y miembros de la comunidad. Un trabajo con
parámetros establecidos: selección del sitio, estudio de la cultura, proyecto.
La configuración in situ del proyecto resultante en principio es inadecuada
para la representación de otro lugar sin alterar su sentido.
Pero
esas condiciones no impiden su disponibilidad, ya que la presencia del artista
(performativa, de colaboración) se convirtió en la base de funcionamiento. En
la actualidad presta servicios: la negociación, la investigación, la
coordinación, la entrevista. Proyectos orientados para un lugar pasan entonces
a alinearse con proyectos anteriores del artista, realizadas en otros lugares.
Estas
manifestaciones, típicas de principios de los años noventa, con sus
exposiciones montadas apresuradamente sobre bases precarias o inexistentes,
prueban que no basta con contar con el genio de un lugar o la atracción de un
tema especial.
No por
casualidad la metáfora de la cartografía (itinerarios, territorios) va
dominando las grandes exposiciones internacionales en los últimos años. Ello
implica no sólo una transformación en las condiciones de percepción de la
ocupación del espacio en el mundo contemporáneo, sino también cambios en los
procedimientos de creación y de organización institucional y comercial del arte
y la arquitectura.
Cada
exposición, anclada en un determinado punto en el mundo, dependiente de las
particularidades históricas y políticas del sitio escogido, contribuye para establecer
una posición y un punto de vista sobre este asunto de la colonización, esta
estrategia de dibujar un nuevo mapa y, si es posible, un mundo nuevo.
Hoy en
día una gran parte de esta producción busca una mayor participación en el mundo
exterior y en la vida cotidiana. La culminación de este proceso sería la
conversión de un lugar específico en el arte para la comunidad. Aquí, el arte se integra directamente con las
cuestiones sociales, como la ecología, la falta de vivienda, el SIDA, la
violencia y la sexualidad. Están ocupados indistintamente hoteles, prisiones,
hospitales e iglesias, entendidas no como espacios sino como centros de la vida
social. Las preocupaciones acerca de la estética y la historia del arte son
dejadas en segundo plano.
El
sitio ahora es estructurado informacionalmente, en vez de espacialmente. Su
modelo no es un mapa, sino un itinerario, una secuencia fragmentada de eventos
y acciones a través de espacios, en una dirección articulada por el paso del
artista –que se corresponde con el patrón de movimiento en espacios
electrónicos (ciberespacios), igualmente estructurados para ser experimentados
transitivamente, uno tras otro, y no como simultaneidad sincrónica.
La
adopción de la movilidad, la fluidez y el nomadismo, características del poder
y el capital en nuestro tiempo, el arte de sitio específico estaría
configurando una forma de resistencia al establishment
del arte o una capitulación a la lógica de la expansión capitalista.
La
implantación de proyectos de arte situacional utiliza, al final, el arte para
promover lo local como lugares únicos. Puede terminar sirviendo a las políticas
demográficas institucionales o a las necesidades fiscales de una ciudad. Ocurre
una apropiación del arte de sitio específico para valorizar las identidades
urbanas, justamente cuando la arquitectura y el planeamiento, hasta entonces
maneras de expresar la visión de la ciudad, son sustituidas por el marketing y
la publicidad. Se torna un instrumento de promoción en el marco de la
reestructuración de una economía globalizada. Con el pretexto de resucitar los
lugares, el arte in situ acaba siendo movilizado para apagar las diferencias a
través de la serialización mercantil de las ciudades.
La necesidad de analizar las relaciones entre
los recientes programas de reestucturación urbana y los proyectos de arte
público realizados en áreas afectadas; La participación del arte y la
arquitectura en proyectos de reurbanización, la organización del espacio post
industrial; y el papel del arte, la arquitectura y del urbanismo en la
expansión promovida por la industria inmobiliaria y el planeamiento
institucional, la recalificación de las metrópolis como centros de servicios y
finanzas del capital internacional.
Una
nueva situación de delinea, por tanto en los años noventa con la superación del
horizonte original de las obras in situ, marcado por la educación de puntos
específicos en la ciudad, lugares que eran entendido como ambientes
alternativos para exposiciones artísticas. Un nuevo factor está en el origen de
esta trasformación: La consolidación de las megalópolis, ciudades cuya inmensa
dimensión y complejidad no se ajustan a los padrones convencionales de las
estructura urbana y arquitectónica, de organización y percepción del espacio,
fenómeno acentuado por los efectos de la integración globalizada de nuevos
medios de comunicación, alterando los dispositivos tradicionales de proximidad
y distancia, las conexiones entre las diferentes regiones y ciudades del planeta.
En vez
de lugares posicionados y circunscritos pasamos a lidiar con espacios cada vez
más ilimitados, genéricos (desprovistos de historia, vaciados de sus
características arquitectónicas y sociales, transfigurados en sus funciones
urbanas) y amorfos. Áreas urbanas marcadas por procesos de
desindustrialización, desertificación, y reconstrucción y por una reinserción
altamente tensionada (a través de nuevas vías expresas de transportes y
comunicaciones) en manchas metropolitanas mucho más vastas. Territorios ya no
locales sino urbanos.
La
intervención artística viene a contribuir para redefinir el espacio urbano, y a
crear nuevas tramas con la arquitectura y el urbanismo alrededor, en el espacio
urbano. Richard Serra establecería que la obra hecha para un lugar no implica
una adecuación a sus características históricas o tradicionales. El arte no
viene a resaltar aspectos ya inscritos en lo local. El artista no busca lugares
particularmente dotados de significados histórico o imaginario.
La
obra de sitio especifico evidencia que lo local está en una mutación
permanente. No hace referencia a una localización primordial y estable. Antes
que la intervención ocurra allí el sitio no tiene un volumen bien definido. La
obra impone algo extraño, que permite organizar la experiencia del lugar. Una
acción que reestructura la percepción de un espacio dado. La emergencia de
nuevas relaciones entre las cosas en un contexto dado –más que las cualidades
intrínsecas de la propia cosa- engendra nuevos significado y nuevos modos de
ver.
No es
la lógica de las construcciones existentes lo que define un lugar la
intervención no debe someterse a los principios del diseño urbano: Ella se
opone a los espacios en donde es creada. Una a otra noción de especificidad de
sitio se delinea aquí: la obra no se ajusta al contexto, es una intervención
que desestructura y redimensiona el lugar. La inseparabilidad de la obra y el
sitio –“retirar la obra es destruirla”- se debe a la radicalidad de su
inserción critica.
Serra
apunta una cuestión fundamental de la organización del espacio de la percepción
en el mundo contemporáneo: no hay más un punto de vista privilegiado que
abarque toda la situación. Ocurre aquí una completa reorientación de la
experiencia perceptiva. El espectador es colocado en el interior del horizonte
engendrado por la obra. Distancia y punto de vista pasan a ser inherentes al
propio objeto. El observador tiene que desplazarse alrededor de la obra, una
mirada peripatética que se consuma como experiencia del espacio y el tiempo.
Una ruta que nada tiene que ver con el paseo turístico contemplativo: aquí, el
movimiento es dibujado en paralelo entre el observador y su objeto, y es
constitutivo de la obra y sus condiciones de percepción.
Se
determina la percepción del lugar por la relación que se tiene con el espacio,
durante el trayecto, Serra está llevando
al observador a confrontarse con la indeterminación de un sitio. Una topografía
en continua transformación desprovista de límites, tornando transitiva toda
medida. Esas obras trascienden el concepto estrecho de sitio específico,
apuntando a una noción de espacio mucho más amplia, inaprehensible por la
visión, irreductible a todo esfuerzo unificador. Una transformación de escala
que coloca a la escultura en conflicto con la arquitectura alrededor, en
ruptura con todo padrón de circulación. El peso de las dimensiones son
evidentemente desmesuradas, una desproporción que remite más allá de los
límites de la obra –del sitio-, para un diseño que no se puede percibir
inmediatamente: la descomunal extensión metropolitana.
No por nada se asiste en toda parte a un
renovado interés por las operaciones que fueran emblemáticas en la renovación
estética de los años setenta, las grandes intervenciones en espacios abiertos
del land art. En la actualidad se debe no tanto a sus procedimientos
particulares, sino a cuestiones esenciales que colocaran: la articulación entre
la obra y el espacio circundante, el principio de que todas las formas de
registro son constitutivas de las intervenciones irreductibles a la experiencia
individual y a la visualización de la gran escala de los proyectos.
Los
proyectos de Robert Smithson dan otra dimensión a los principios del sitio
específico, indicando justamente como los earthworks problematizaban la idea de
sitio, de circunscripción de un lugar. No solo por sus emplazamientos, a menudo
en lugares lejanos, son difíciles de localizar: el propio sitio es esquivo e
inestable.
Esos
sitios son lugares en proceso de desestructuración, devastados por la erosión y
polución industrial. Varios de sus primeros proyectos -Asphalt Rundown, Glue Pour e Partially
Buried Woodshed- buscaban tornar visible esa dinámica disolutiva, llevando la
situación a un punto de ruptura. Aquí medidas geológicas de tiempo son puestas
en acción. Un sentido de expansión espacial y temporal que escapa por completo
a las contingencias históricas y existencias individuales. Movimientos de
tierra, aire y agua que evidencia situaciones que trascienden totalmente
nuestra capacidad de aprehensión y control, que fuerzan la consideración de
transformaciones en gran escala.
Son
también lugares indistintos –áreas de urbanización degradada (como en hotel
Palenque) o periferias tapadas de escombro industrial- despojada de cualquier
particularidad. Al mismo tiempo obra de construcción y ruina. Smithson
desarrolla intervenciones in situ a partir de condiciones intencionalmente opuestas:
situaciones vacías de localización y especificidad.
Los
sitios no son escogidos por causas de su armonía o belleza, sino más bien por
sus características entrópicas. Lugares desgarrados por la industria,
urbanización caótica y devastación de la naturaleza. Son situaciones que no
favorecen la circunscripción y la pertenencia. Por el contrario ellas remiten a
la experiencia del abismo, a la ausencia de suelo, que Smithson ya detectaba en
la narrativa de Tony Smith sobre un viaje en auto por una carretera desierta.
La suspensión de las fronteras, la experiencia de lo ilimitado, contenida en la
noción freudiana de lo oceánico. El desierto es más conceptual que natural, un
lugar que absorbe todo limite. Todas las fronteras y distinciones pierden
sentido en esos lugares tomados por la avería. El abismo es lo que existe donde
se esperaba encontrar un centro. De ahí si definición de sitio como “el lugar
donde la obra debería estar pero no está”.
(...)
(Traducción libre del portugués...)
Nelson Brissac
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