Todo trabajo académico extiende el campo
de consciencia. Los estudios humanísticos contribuyen, además, a la
autoconsciencia, a la creciente consciencia del hombre sobre las fuentes de su
conocimiento. Existe en todas las grandes disciplinas un subcampo humanístico
que es la filosofía e historia de tal disciplina. A través de dicho subcampo,
por ejemplo, la geografía y la física se conocen a sí mismas, esto es, los
orígenes de sus conceptos, supuestos y sesgos en las experiencias de sus
científicos e investigadores pioneros (Writh, 1966; Glacken, 1967; Gilbert,
1972).
El estudio del espacio, desde la perspectiva humanística, es por consiguiente
el estudio de los sentimientos e ideas espaciales de la gente desde la
perspectiva de la experiencia. La experiencia es el conjunto de medios a través
de los cuales llegamos a conocer el mundo: conocemos el mundo a través de la
sensación (sentimiento), percepción y concepción (Oakeshott, 1933; Dardel,
1952; Lowenthal, 1961; Gendlin, 1962).
La concepción del espacio por parte del geógrafo es abstracta, aunque menos que
la de un matemático puro. La aprehensión espacial del hombre de la calle es
abstracta, aunque menos que la de un geógrafo científico. Las nociones
abstractas del espacio pueden enseñarse formalmente. Poca gente sabe por
experiencia directa que Francia es mayor que Italia, que los poblados del Medio
Oriente están ordenados en hexágonos, o incluso que el tamaño de su propiedad
es de unidades de 1,07 acres.
Menos abstracto, porque está más estrechamente ligado a la experiencia
sensorial, es el espacio en el que yo soy el centro, el espacio que responde a
mis estados de ánimo y mis intenciones. Un estudio comprensivo del espacio
experiencial requeriría que examináramos los espacios sucesivamente sentidos, percibidos
y conceptualizados fijándonos en cómo las ideas más abstractas surgen de
aquellas que se confieren directamente al cuerpo, tanto desde el punto de vista
del crecimiento individual como desde la perspectiva de la historia. (...)
La importancia del “lugar” para la
geografía cultural y humanística es, o debería ser, obvia (Hart, 1972; Meinig,
1971; Sopher, 1972). En calidad de nodos funcionales en el espacio, los lugares
se rinden a las técnicas del análisis espacial. Pero, como conjunto único y complejo
-arraigado en el pasado y desarrollándose hacia un futuro- y como símbolo, el
lugar exige un conocimiento humanístico.
Dentro de la tradición humanística los lugares han sido estudiados desde las
perspectivas históricas, literarias y artísticas. Un pueblo o un barrio cobran
vida a través de la habilidad de aquél académico que es capaz de combinar
narrativa detallada con viñetas de descripción perceptiva, todo aquello quizá
enriquecido con viejas fotografías y dibujos (Gilbert, 1954; Swain y Mather,
1968; Lewis, 1972; Santmayer, 1972).
Carecemos, sin embargo, de análisis sistemático. En general, ¿cómo se convierte
una mera localización en lugar? ¿qué intentamos decir cuando atribuimos
“personalidad” y “espíritu” a un lugar y cuál es el sentido del “sentido de
lugar”? Aparte de la disertación de Edward Relph (1973), la literatura sobre
este tema -ciertamente de importancia central para los geógrafos- ha sido y
sigue siendo escasa. Hemos aprendido a apreciar el análisis espacial, la
erudición histórica y la refinada prosa descriptiva, pero el conocimiento
filosófico, basado en el método y la perspicacia de los fenomenólogos se escapa
claramente a nuestro entendimiento (Mercer y Powell, 1972).
(…)
Yi-Fu Tuan
No borres el comentario, por favor.
ResponderBorrarEste blog es fabuloso. Me quedo con la referencia.
No lo borres, vale?
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