miércoles




Sentido del lugar, paisaje y conflicto


La pérdida del sentido de lugar genera un conflicto interno y personal, pero también ―y sobre todo― social, colectivo. Este artículo expone tres ejemplos de conflictividad social generados por la pérdida traumática del sentido de lugar en las que el paisaje juega un rol esencial.


1. El conflicto territorial a escala individual

A los que procedemos del mundo de la geografía, el tema del conflicto no nos es extraño, lejano, ni mucho menos. De hecho, la geografía política se dedica fundamentalmente al análisis del conflicto, en concreto del conflicto geopolítico, poniendo una atención especial al fenómeno de las fronteras, el trazado de las cuales ha sido históricamente motivo de conflictos de todo tipo, incluidos los bélicos. Desde la publicación, el año 1897, de la Geografía Política de Friedrich Ratzel, la frontera ha aparecido una y otra vez en todos los manuales y tratados de esta subdisciplina geográfica. Sin embargo, en este breve ensayo no voy a referirme ni a las fronteras convencionales ni a los habituales conflictos geográficos de carácter geopolítico. Por el contrario, quiero referirme a otro tipo de conflictos geográficos que llamaremos, para entendernos mejor y de manera genérica, conflictos territoriales y que, como veremos, pueden manifestarse tanto a escala individual, personal, como a escala social, colectiva; conflictos territoriales en los que la dimensión paisajística es cada vez más relevante. De manera muy breve voy a referirme primero a esta escala más individual, más personal.

Los seres humanos vivimos en lugares y nos movemos entre lugares. Los lugares son los puntos que estructuran el espacio geográfico, que lo cohesionan, que le dan sentido. Los lugares no son simples localizaciones, fácilmente identificables en nuestros mapas a partir de un sistema de coordenadas que nos marca su latitud y su longitud. Los lugares, efectivamente, son “localizables”, pero ni los lugares se pueden reducir a una simple localización ni el espacio geográfico puede ser visto ―como a veces hacemos― como un simple espacio topográfico, casi topológico. El espacio geográfico es, en esencia, un espacio existencial. Y, en este espacio, los lugares no son simples localizaciones; no son sólo el cruce de un eje de coordenadas conformado por paralelos y meridianos. Son mucho más que eso: son porciones del territorio imbuidas de significados, de emociones y, por lo tanto, llenas de significados para los seres humanos (Nogué y Romero, 2006). El espacio geográfico tiene que ser visto y entendido como una inmensa y apretada red de lugares “vividos”, todos ellos diferentes. El lugar proporciona el medio principal a través del cual damos sentido al mundo y a través del cual actuamos en el mundo. Los seres humanos creamos lugares en el espacio, los vivimos y los imbuimos de significación. Nos arraigamos a ellos y nos sentimos parte de los mismos. Los lugares, a cualquier escala, son esenciales para nuestra estabilidad emocional porque nos vinculan a una lógica histórica y porque actúan como un vínculo, como un punto de contacto e interacción entre los fenómenos globales y la experiencia individual (Nogué, 2010). El gran geógrafo norteamericano de origen chino, Yi-Fu Tuan, escribió a principios de la década de 1970 una obra seminal centrada en el estudio de las relaciones afectivas que nos vinculan a los lugares (Tuan, 1974). Inauguraba así una escuela en geografía, denominada “geografía humanística”, centrada específicamente en el estudio del porqué y cómo los seres humanos nos relacionamos con los lugares; centrada, por lo tanto, en el estudio de nuestras relaciones afectivas, sensoriales, emotivas, simbólicas con los lugares. En realidad, los geógrafos humanistas se avanzaron varias décadas a lo que hoy conocemos por geografías emocionales (Davidson, Bondi, Smith, 2005). ¿Y por qué Tuan y una larga lista de geógrafos y geógrafas se han dedicado durante décadas a este tipo de investigación, en colaboración con otros profesionales, muchos de ellos provenientes, por cierto, del ámbito socio-sanitario? Porque sabían ―y lo demostraron― que la pérdida traumática del sentido del lugar conduce a un conflicto interno, personal, que puede llegar a tener graves consecuencias a nivel social, como veremos más adelante. ¿Y cómo se produce la pérdida traumática del sentido del lugar? De muchas maneras. Por un desplazamiento forzado y no previsto del lugar de residencia habitual; por la emigración obligada hacia territorios radicalmente contrastados en relación al clima, al paisaje, a las costumbres, o, por poner un último ejemplo, por haber

modificado de arriba a abajo el lugar en el que vivimos en muy poco tiempo y sin que el ciudadano haya podido participar en este proceso de transformación. He aquí un tipo de migración forzada sin movernos del lugar, una de las grandes paradojas del mundo contemporáneo, impensables en otros momentos de nuestra historia en los que la transformación del territorio era lenta, pausada, al ritmo de la intervención humana. Cuando los lugares se vuelven impersonales e irreconocibles para los habitantes del propio lugar, asistimos a un grave conflicto territorial a escala individual, sencillamente porque el arraigo territorial es una dimensión fundamental para el desarrollo de una relación armónica entre el espacio vivido y los grupos humanos (Relph, 1976). La pérdida del sentido de pertenencia empobrece la sociabilidad. Este “conflicto territorial” se traduce en un “conflicto psicológico” y también social, como Francesco Vallerani (2005) ha estudiado de manera ejemplar para el caso italiano. Resumiendo: existen conflictos territoriales a escala individual, personal, provocados por una pérdida traumática del sentido del lugar, que pueden llegar a tener graves consecuencias para nuestra estabilidad emocional. Pero el hecho es que vivimos en sociedad y que, por lo tanto, inevitablemente, la mayor parte de estos conflictos individuales acaban adquiriendo rápidamente una dimensión colectiva, una dimensión social (Nogué, 2007), que es lo que veremos a continuación y de manera telegráfica a través de tres ejemplos concretos: el caso de las llamadas “plataformas en defensa del territorio”, el conflicto de los límites territoriales y de su percepción y, finalmente, lo que yo he denominado “conflicto de representación paisajística”.



2. El conflicto territorial a escala social


2.1. Paisaje, territorio y sociedad civil


La proliferación de grupos, de plataformas que se identifican con denominaciones que casi siempre empiezan con un “Salvemos…” es un fenómeno social extraordinariamente interesante e ilustrativo (Alió y Jori, 2009; Nel.lo, 2003). Evidentemente, hay de todo, e incluso algunas de ellas responden a intereses algo oscuros, en tanto que han sido impulsadas y patrocinadas por promotores más bien poco fiables. Otras tienen un discurso manifiestamente demagogo y populista, es cierto. Sin embargo, en general, salvo estas excepciones, nos hallamos ante un discurso territorial serio que tiene en común la defensa de su territorio y de su idiosincrasia paisajística ante las agresiones que lo amenazan (Nogué y Wilbrand, 2010). Componen estas plataformas una heterogénea sociedad civil que prescinde cada vez más de los principios ideológicos clásicos y convencionales para centrarse en unas reivindicaciones de preservación de ámbito local que se oponen a unas lógicas de mayor

escala. Se reivindica lo propio, el territorio y el paisaje autóctonos amenazados por el crecimiento imparable de la urbanización y el paso de grandes infraestructuras. Se trata, además, de un fenómeno que se da en unos momentos de escasa participación en las estructuras políticas convencionales y que va mucho más allá de la explosión ecologista y minoritaria de finales de los setenta y principios de los ochenta, ya que ahora reúne a colectivos que no son nada minoritarios y a personas de la más variada procedencia. El surgimiento espontáneo de estas plataformas ciudadanas responde a una conflictividad territorial compleja. Más allá de las dinámicas propias e intransferibles de cada uno de estos conflictos, lo cierto es que la extensión de dicha conflictividad obedece a una serie de factores comunes. En primer lugar, a la creciente importancia del lugar y de las identidades territoriales en un contexto de globalización galopante, que ha generado una tensión dialéctica entre lo local y global no siempre bien resuelta (Nogué y Vicente, 2001). En segundo lugar, a una crisis de confianza en las instituciones, al no encontrar en ellas, a menudo, ni la respuesta esperada ni la adecuada. Finalmente, a unas políticas territoriales (y también ambientales y paisajísticas) mal diseñadas y ―peor aún― mal explicadas. No se trata de los típicos conflictos que los americanos han bautizado con el acrónimo NYMBY (not in my back yard), es decir, “no en mi patio trasero”. Es un poco simplista asociar este fenómeno a las típicas reacciones NIMBY, como también lo es atribuirles un supuesto carácter egoísta y poco solidario. Hay de todo y las cosas ―y más en este terreno― no son ni blancas ni negras, sino que están llenas de matices. Miedos, angustias existenciales, pérdida de referentes paisajísticos, desconcierto, sensación de impotencia, son los principales motivos que empujan a personas normales y tranquilas a ocuparse de algo que queda fuera de su ámbito doméstico más inmediato. El trasfondo de todo ello tiene mucho que ver con el deseo de recuperar la identidad local como elemento irrenunciable para la calidad de vida. La necesidad de sentirse identificado con un espacio determinado es sentida con fuerza, sin que ello implique retroceder a formas premodernas de identidad territorial. No se trata de volver a espacios microsociales impregnados de lógicas tribales y corporativas. Creo que la inmensa mayoría de los nuevos movimientos sociales en defensa del territorio reclaman, sencillamente, una mayor participación ciudadana en la resolución de los conflictos territoriales que les han caído encima. Estos movimientos sociales defienden sus lugares ante la nueva lógica de los espacios sin lugares, de los espacios de flujos propios de la era informacional en la que ya estamos plenamente inmersos. Reclaman su memoria histórica, la pervivencia de sus valores y el derecho a preservar su propia concepción del espacio y del tiempo. El poder de la identidad no desaparece en la era de la información, sino que se refuerza (Castells, 1997-1998). Vivimos plenamente inmersos en esta paradoja territorial.


2.2. Un conflicto de límites

El otro conflicto territorial típico de las sociedades contemporáneas (sobre todo de las más urbanizadas y densamente pobladas) tiene que ver con la difuminación y pérdida de nitidez de los límites entre diferentes identidades territoriales, con los correspondientes problemas de percepción y de comprensión de la realidad geográfica que este hecho implica. Me explico. Las dinámicas territoriales de la contemporaneidad están comportando la emergencia de límites mucho más difusos, menos nítidos, que los propios de las sociedades tradicionales. A vista de pájaro, la estructura y morfología de muchos paisajes ha cambiado radicalmente a lo largo de estos últimos cincuenta años. En la década de 1950 los diferentes usos del suelo tenían unos límites nítidos. Se podía percibir con claridad, por ejemplo, donde terminaba la ciudad y donde empezaba el campo y los núcleos urbanos se presentaban compactos. En la actualidad, la estructura y morfología del paisaje se caracteriza por una alta fragmentación. La zonación característica del paisaje tradicional se ha transformado radicalmente y ha derivado hacia una gran dispersión de usos y de cubiertas del suelo. La antigua zonación se ha difuminado, se ha perdido la claridad en la delimitación zonal, la compacidad se ha roto y ha terminado por imponerse un paisaje mucho más complejo y cacofónico; en definitiva, un paisaje siempre en transición, un paisaje híbrido, un paisaje de frontera. La lógica discursiva de este paisaje es de mucha más difícil aprehensión, hasta el punto de que nos obliga a preguntarnos a menudo si su genius loci correspondiente no habrá huido; si no habremos cambiado realmente de lugar, de país, parafraseando la excelente obra de David Lowenthal (1985), El pasado es un país extraño. Es precisamente en estos paisajes híbridos, mestizos, de contacto y de transición entre los paisajes más propiamente urbanos y los más propiamente rurales en los que el ciudadano experimenta una cierta sensación de desconcierto, a veces de caos y, en cualquier caso, de estupefacción, porque tiene ante sí una estructura territorial y paisajística que ya no reconoce y de la que no es capaz de captar su lógica. No es fácil “leer” estos nuevos paisajes fronterizos, al menos con la facilidad con la que aprendimos a interpretar, desde la semiología urbana y de la mano de Kevin Lynch (1960), el paisaje urbano compacto. ¿Qué categorías, qué claves interpretativas permitirían leer hoy el paisaje de la dispersión, el sprawlscape (Kolb, 2008)? La legibilidad semiótica de estos paisajes contemporáneos sometidos a intensas transformaciones es, ciertamente, compleja. No es fácil integrar en una lógica discursiva clara y comprensible los territorios desgajados y desdibujados de los paisajes de frontera, paisajes que a menudo parecen itinerantes, nómadas, porque son repetitivos, porque son los mismos en todas partes; paisajes que generan en el observador una desagradable sensación de descontrol, de insensibilidad, de desconcierto. He aquí un conflicto que hemos provocado nosotros mismos, pero que también nosotros mismos podemos resolver. ¿Cómo? Evitando más fragmentación, zurciendo los descosidos generados por un proceso urbanizador sin sentido y volviendo a la nitidez en las delimitaciones; volviendo a las fronteras claramente perceptibles.

2.3. Un conflicto de representación, un conflicto de imágenes

El tercer y último ejemplo de conflicto social de base territorial que quería apuntar en este breve ensayo tiene que ver con lo que yo he llamado “conflicto de representación paisajística”. En muchos países de la vieja Europa la contemplación del paisaje real contemporáneo está teñida por un paisaje arquetípico transmitido de generación en generación a través de muchas vías, entre ellas la pintura de paisaje, la novela local, los libros de texto escolar y, hoy día, los medios de comunicación, en el sentido más amplio de la expresión. En estos países asistimos también a un proceso de creación de arquetipos paisajísticos que se inició en un momento determinado de su historia, en general coetáneo y paralelo al proceso de consolidación de las identidades nacionales respectivas (Matless, 1998). La socialización de un paisaje suele tener lugar en un momento dado de la historia por obra y gracia de una élite literaria, artística y cultural perteneciente a un determinado grupo social, que elabora una metáfora y la difunde al conjunto de la sociedad. Lo que está por ver es si la imagen seleccionada era la mayoritaria y cuáles se dejaron a un lado, porque hay que reconocer que todas ellas ―representaciones sociales del paisaje― tenían originariamente la misma legitimidad social. Sea como fuere, lo cierto es que se produce una socialización de un paisaje arquetípico que nos ha llegado hasta hoy en forma de unas imágenes que han creado un imaginario colectivo, compartido y socialmente aceptado; un imaginario en el que los paisajes rurales y naturales tienen un peso predominante, pero no exclusivo, porque también encontramos paisajes urbanos. Creo que desde hace unos años estamos asistiendo a un conflicto de representación en términos paisajísticos y de imaginario colectivo; conflicto de representación en el sentido de que hay un abismo cada vez mayor entre las imágenes más significativas y tradicionalmente representativas de nuestros paisajes (algunas de ellas estereotipadas, incluso arquetípicas) y el paisaje real, el percibido cotidianamente en el camino de casa al trabajo y del trabajo a casa. Dicho de otra manera: los paisajes de “referencia” (Nora, 1984-1992) se alejan cada vez más de los paisajes reales…; son cada vez menos “reales” y más excepcionales, más raros. El abismo entre realidad y representación no ha hecho más que crecer en estos últimos 50 años, porque nunca como en estas últimas décadas habíamos asistido a unas transformaciones territoriales y paisajísticas tan radicales. Y este abismo, este décalage nos plantea un problema al conjunto de la sociedad, y no sólo a los responsables políticos de la gestión patrimonial, cultural y del territorio, y el problema es la progresiva reducción de los referentes paisajísticos con los que la gente se siente identificada. Tenemos que plantearnos seriamente con qué nuevos paisajes se puede sentir identificada la sociedad, porque, efectivamente, parecería oportuno que los nuevos paisajes ―o algunos de los nuevos paisajes― pudieran ser objeto de representación social…. si queremos solventar esta fractura, este conflicto, actualmente existente entre paisaje real y paisaje representado. Tenemos ante nosotros un reto difícil, pero importantísimo en términos de calidad de vida y de bienestar colectivo, y es el de ser capaces de hacer que la gente pueda seguir identificándose y dialogando con los paisajes que le rodean. Sea como sea, el hecho es que asistimos a un conflicto paisajístico entre aquello que vemos y aquello que deseamos, soñamos o tenemos como referente. Hemos asistido en los últimos años a la emergencia de territorios sin discurso y de paisajes sin imaginario (Muñoz, 2008) o, dicho de otra manera, a territorios que han cambiado de golpe su discurso y a paisajes que han perdido ―también de golpe― su imaginario habitual. Los territorios parecen no poseer ningún discurso y los paisajes ningún imaginario cuando su legibilidad se convierte en extremadamente compleja, como es el caso. Más allá de los núcleos urbanos compactos (de los barrios antiguos y de los ensanches), no hemos sido capaces de dotar de identidad ―la que sea― a unos paisajes caracterizados en su mayor parte por su mediocridad y trivialidad.

A modo de conclusión

La geografía como ciencia, como disciplina, se enfrenta diariamente a un montón de conflictos, desde los geopolíticos a los conflictos aquí analizados, que hemos definido, simplemente, como conflictos territoriales y que, como hemos podido ver, pueden manifestarse tanto a escala personal como a escala social; conflictos territoriales en los que la dimensión paisajística es cada vez más relevante. Conflictos, por otro lado, que nos remiten, todos ellos, a un conflicto ético. Los problemas aquí planteados no radican, de hecho, en la transformación per se del paisaje, sino en el carácter e intensidad de esta transformación: he aquí el quid de la cuestión. La incapacidad por saber actuar sobre el paisaje sin destruirlo, sin romper su carácter esencial, sin eliminar aquellos trazos que le dan continuidad histórica, es uno de los grandes retos de nuestra civilización. No siempre se sabe alterar, modificar, intervenir sin destruir. Y cuando se destruye un paisaje, se destruye la identidad del lugar. Y destruir la identidad de un lugar ―y aún más cuando no se es capaz de sustituirla por otra nueva identidad de igual valía― es éticamente reprobable, tan reprobable como menguar la biodiversidad del planeta. La distinción ―ética en el fondo― entre evolución y destrucción de un paisaje no es de matiz; es de fondo, y ya la habían planteado a principios del siglo XX geógrafos de la talla de un Carl Sauer o de un Elisée Reclus, entre otros.


Joan Nogué

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