EL ESPACIO HABITADO
El mundo y la mente
El arte estructura y articula nuestro ser-en-el-mundo o Weltinnenraum (espacio interior del mundo), por utilizar el concepto de Rainer Maria Rilke. Más que mediar en el conocimiento conceptualmente estructurado del estado objetivo del mundo, una obra de arte posibilita un intenso conocimiento experiencial. Sin presentar una propuesta relativa al mundo ni a su condición, una obra de arte centra la mirada en la superficie que hace de frontera entre nuestro yo y el mundo. “Resulta desconcertante que, mientras capta lo que le rodea, mientras observa y da forma a su percepción, el artista no dice, de hecho, nada sobre el mundo ni sobre sí mismo, sólo que se tocan el uno al otro”, escribe el pintor finlandés Juhana Blomstedt. El artista toca la piel de su mundo con el mismo sentimiento de asombro que un niño toca una ventana con escarcha.
Una obra de arte no es un acertijo intelectual que necesite una interpretación o una explicación. Es una imagen, un complejo experiencial y emocional que penetra directamente en nuestra conciencia. Los artistas encuentran su camino detrás de las palabras, los conceptos y las explicaciones racionales en su búsqueda constante de un reencuentro inocente con el mundo. De poco sirven las construcciones racionales en la búsqueda artística, pues el artista debe redescubrir una y otra vez los límites de su existencia. “En mi obra nunca he empleado temas de los que supiera con anterioridad”, me dijo en una ocasión el gran escultor vasco Eduardo Chillida.
La exploración del artista se centra en las esencias, y su objetivo define su aproximación y su método. Como afirmaba Jean-Paul Sartre: “Hay inconmensurabilidad entre las esencias y los hechos, y quien empiece su indagación por los hechos nunca hallará las esencias (…). En efecto, la comprensión no es una cualidad humana; es su propia manera de existir”. La visión de Sartre define la diferencia entre la aproximación artística y científica. El artista se aproxima a esta forma natural del entendimiento implícito en la propia experiencia del ser.
El espacio existencial
No vivimos en un mundo objetivo de materia y de hechos, tal como asume el realismo convencional. La forma de existencia característicamente humana tiene lugar en el mundo de las posibilidades y está moldeada por nuestra capacidad de imaginar y de fantasear. Vivimos en mundos donde lo material y lo mental, lo experimentado, lo recordado y lo imaginado se funden completamente entre sí. En consecuencia, la realidad vivida no sigue las reglas del espacio ni del tiempo tal como vienen descritas en la física. Podríamos decir que el mundo vivido es fundamentalmente “acientífico” cuando se mide con los criterios de la ciencia empírica occidental.
Para distinguir el espacio vivido del espacio físico y geométrico, podemos llamarlo “espacio existencial”. El espacio existencial vivido se estructura sobre la base de los significados y los valores que se reflejan en él por el individuo o el grupo, sea de manera consciente o inconsciente; el espacio existencial es una experiencia única interpretada a través de la memoria y los contenidos empíricos del individuo. Por otro lado, los grupos, e incluso las naciones, comparten ciertas experiencias de espacio existencial que constituyen sus identidades colectivas y su sentido de comunidad. El espacio existencial vivido es el objeto y el contexto tanto de la creación como de la experiencia del arte, y también del proyecto arquitectónico. La función de la arquitectura es “hacer visible cómo nos toca el mundo”, como Maurice Merleau-Ponty escribió a propósito de la pintura de Paul Cézanne. Según Merleau-Ponty, vivimos en la “carne del mundo”.
En mi opinión, la forma artística más cercana a la arquitectura no es, como a menudo se piensa, la música, sino el cine. El terreno de ambas formas artísticas es el lugar donde se fusionan el espacio interior de la mente y el espacio exterior del mundo formando un vínculo quiasmático.
La realidad de la imaginación
La imaginación suele atribuirse a una capacidad creativa humana específica o al ámbito del arte, pero nuestra capacidad de imaginar conforma la base de nuestra verdadera existencia mental y de nuestra manera de tratar con los estímulos y la información. Investigaciones recientes de neurólogos y psicólogos de la Harvard University demuestran que las imágenes imaginadas tienen lugar en las mismas zonas del cerebro que las percepciones visuales, y que las primeras son tan reales como las segundas. Sin duda, los estímulos y las imaginaciones sensoriales en el resto de los ámbitos sensoriales están igualmente próximos entre sí y, por tanto, son igualmente reales desde lo empírico. Por supuesto, esa afinidad entre la experiencia interior y exterior es evidente para todo artista genuino, sin necesidad de prueba alguna de investigaciones psicológicas.
Lo experimentado, lo recordado y lo imaginado son experiencias con idéntica cualidad en la conciencia; nos puede conmover de igual manera algo evocado que algo imaginado o algo realmente vivido. El arte crea imágenes y emociones que son tan ciertas como las que uno encuentra en la vida; fundamentalmente, en una obra de arte hallamos nuestro ser-en-el-mundo de una manera intensificada. Una obra de arte de hace un milenio, o aquella producida en una cultura completamente desconocida para nosotros, sigue conmoviéndonos porque a través de la obra encontramos el presente eterno del ser humano. Una de las paradojas del arte es que, aunque todas las obras significativas sean únicas, todas ellas reflejan lo general y lo compartido de la experiencia existencial humana.
El arte nos ofrece identidades y situaciones vitales alternativas; ésa es su gran labor didáctica. El arte con mayúsculas nos da la posibilidad de experimentar la existencia a través de la experiencia existencial de los individuos de mayor talento. Esa es la equidad compasiva y milagrosa del arte. De todos modos, yo no experimento los sentimientos del sombrío protagonista de Crimen y castigo de Fiódor Dostoievsky; no tomo prestados sus sentimientos. Le presto a Raskólnikov mis sentimientos y mi expectación; la espera agonizante de Raskólnikov es mi experiencia, la experiencia de mi propia frustración y espera. Todo efecto e impacto artístico se basa en la identificación del yo con el objeto experimentado, o en el reflejo del ego sobre el objeto. Experimentamos una obra de arte o de arquitectura a través de nuestra existencia encarnada en ella y de la identificación con ella. Una experiencia artística activa un modo primitivo de experiencia encarnada en la obra e indistinguible de la misma; la separación y la polarización del objeto y del sujeto se pierden temporalmente. Tanto la belleza gloriosa como la penosa humildad del objeto de la representación artística se identifican momentáneamente con nuestra propia experiencia encarnada en la obra.
¿Puede alguien contemplar El desollamiento de Marsias sin experimental el dolor espantoso de la piel propia hecha tiras? El espectador le presta su propia piel al sátiro atormentado que está siendo despellejado por el vengativo Apolo. Muchos de nosotros jamás podremos lamentar nuestras tragedias personales con la intensidad con la que sufrimos el destino de las figuras ficticias de la literatura, el teatro y el cine, destiladas a través de la experiencia existencial de un gran artista.
La realidad del arte
La forma en que el arte afecta a la mente es uno de los grandes misterios de la cultura. En nuestra época, la comprensión de la esencia y los mecanismos mentales del arte se han vuelto confusos, y se han visto enturbiados por el uso superficial de los conceptos de simbolización y abstracción. Una obra de arte o de arquitectura no es un símbolo que represente, o retrate indirectamente, algo que está fuera de sí misma; una obra de arte es un objeto imagen que se sitúa directamente en nuestra experiencia existencial.
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Una obra de arte puede, por supuesto, tener intenciones y contenidos simbólicos y conscientes, pero son insignificantes para el impacto artístico y la persistencia de la obra en el tiempo. Una obra de arte significativa es la condensación de una imagen capaz de concentrar la experiencia del ser-en-el-mundo de una forma completa y singular. En palabras de Andréi Tarkovski:
La imagen no es este o aquel sentido expresado ahí por el director, sino todo un mundo que se refleja como en una gota de agua.
Rilke ofrece una descripción memorable de la tremenda dificultad de crear una obra de arte auténtica, y de su densidad y condensación necesarias, que recuerdan al corazón de un átomo:
Los versos no son, como creen algunos, sentimientos (…), son experiencias. Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las flores al abrirse por la mañana.
Rilke continúa con su lista de experiencias necesarias infinitamente. Añade los caminos que llevan a regiones desconocidas, encuentros y separaciones inesperados, enfermedades de la niñez y los retiros a la soledad de una habitación, noches de amor, gritos de parturientas y la atención a los moribundos, pero ni siquiera todo eso junto es suficiente para crear la línea de un verso. Uno debe olvidarlo todo y tener paciencia para un retorno destilado de esas experiencias. Solo después de que todas nuestras experiencias vitales se hayan incorporado en nuestro torrente sanguíneo: “Hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso”.
Utilidad e inutilidad
La arquitectura es una forma artística que da servicio a las funciones prácticas y vulgares del día a día. Sin embargo, la arquitectura no solo surge de las realidades del uso y de la función, sino también de imágenes mentales que están fuera del ámbito del uso. El impacto del arte de la arquitectura tiene su origen en la ontología del espacio habitado; el objetivo de la arquitectura es servir de marco, estructurar y dar significado a nuestro ser-en-el-mundo. Habitamos el mundo, y nuestra forma particular de hacerlo obtiene su sentido fundamental a través de las construcciones de la arquitectura.
En general, el arte tiene una relación dual con la tecnología. Diversas formas artísticas aceptan y utilizan inventos tecnológicos pero, al mismo tiempo, vuelven la espalda a la racionalidad y la utilidad tecnológica. La técnica de construcción más ingeniosa queda como una mera habilidad ingenieril si el edificio es incapaz de iluminar el enigma de la existencia humana que yace tras la racionalidad técnica y a menos que cree una metáfora de nuestra existencia. Fundamentalmente, el arte siempre rechaza, por inútiles, la tecnología y la racionalidad.
En opinión de Alvar Aalto, la arquitectura no es en absoluto un área de la tecnología; es una forma de “arqui-tecnología”. Dicho de otro modo, el arte de la arquitectura siempre devuelve la técnica a sus conexiones mentales y corporales ahistóricas y atemporales.
Novedad y eternidad
“Para descubrir algo nuevo, tenemos que estudiar lo que es más viejo”, me enseñó sabiamente mi profesor Aulis Blomstedt hace tiempo.
El ingrediente principal del arte es el tiempo, no como una narrativa o por su interés futurista, sino como una arqueología de la memoria colectiva y biológica. Los mitos almacenan las primeras experiencias y las ideas primigenias de la mente humana. Incluso el arte más radical de nuestro tiempo deriva sus impactos más fuertes del eco de esas imágenes atemporales de la memoria supraindividual. El tiempo del arte es un tiempo regresivo, tal como expresó Jean Genet:
Para adquirir relevancia, toda obra de arte debe descender paciente y cuidadosamente la escalera de los milenios y fundirse, a ser posible, en la noche de los tiempos poblada por los muertos, de forma que permita que los muertos se identifiquen con la obra.
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Arte y emoción
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Los lugares y las calles que se describen en la literatura, la pintura y el cine están tan saturados de emoción y son tan reales como las casas y las ciudades de piedra. Las habitaciones desoladas y vulgares pintadas por Edward Hopper, o el cuartucho de Arles pintado por Vicent Van Gogh, están tan llenos de vida y afectos como las habitaciones “reales” que habitamos.
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Los límites del yo
“La literatura está hecha en la frontera entre el yo y el mundo, y es durante el acto creativo cuando esta línea limítrofe se difumina, se torna permeable y permite que el mundo fluya en el artista y que el artista fluya en el mundo”, escribía Salman Rushdie; parece posible trasladar estas palabras al mundo del arte.
Todo arte articula la superficie de frontera entre el yo y el mundo, tanto en la experiencia del artista como en la del espectador. En ese sentido, la arquitectura no es solo un refugio para el cuerpo, sino que también se convierte en el contorno de la consciencia y en la exteriorización de la mente. La arquitectura -todo el mundo construido por el hombre, con sus ciudades y objetos- tiene una base mental correspondiente. La geometría y la jerarquía del entorno construido, así como las incontables opciones de valor que reflejan, han sido estructuras mentales antes de materializarse en el entorno físico. Nuestras acciones más corrientes dan prueba de nuestro paisaje intelectual, de forma tan inevitable como los rituales y los monumentos que tenemos en más alta estima. Un paisaje herido por las acciones del hombre, la fragmentación del paisaje urbano y los edificios insensibles son todos hitos externos de un espacio interior alienado y hecho añicos.
“Como el Todopoderoso, hacemos las cosas a nuestra imagen y semejanza, por afán de un modelo más fidedigno; hablan más de nosotros los artefactos que las confesiones” escribe Joseph Brodsky en su libro Marca de agua, una obra que analiza de manera conmovedora las experiencias del escritor en Venecia.
“La arquitectura es espacio mental construido”, solía decir mi amigo Keijo Petäjä. En todo caso, cuando con demasiada frecuencia los entornos de nuestro tiempo proyectan un sentido de ansiedad y pesadumbre, nos vemos sin voluntad o capacidad de identificar nuestro propio paisaje mental en este mundo desangelado. Si pudiésemos aprender a interpretar las señales latentes de nuestro entorno y de nuestra arquitectura entenderíamos mejor nuestra cultura fanáticamente materialista y a nosotros mismos. Un psicoanálisis del entorno podría arrojar luz sobre las bases intelectuales de nuestra paradójica conducta; por ejemplo, la adoración de la individualidad y la sumisión simultánea y absoluta a valores condicionados. La desaparición de la belleza del entorno no pude significar más que la desaparición de la capacidad de idealización, de reverencia hacia la dignidad humana, y la perdida de la esperanza. Y sin embargo, el hombre es capaz de construir solo si tiene esperanza: la Esperanza es la santa patrona de la arquitectura.
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La tarea del arte
Nuestra cultura tecnológica, consumista y mediática consiste en intentos cada vez mayores de manipular la mente humana en forma de entornos tematizados, condicionamiento comercial y entretenimiento adormecedor. El arte tiene la misión de defender la autonomía de la experiencia individual y de proporcionar las bases existenciales para la condición humana. Una de las tareas del arte es salvaguardar la autenticidad de la experiencia humana.
Los escenarios de nuestras vidas se convierten irresistiblemente en un kitsch producido en serie y comercializado universalmente. En mi opinión, sería un idealismo sin fundamento creer que el curso de nuestra cultura podría alterarse en el futuro inminente. Pero es exactamente por esa visión pesimista del futuro que la tarea ética de los artistas y los arquitectos -la defensa de la autenticidad de la vida y la experiencia- resulta tan importante. En un mundo en el que todo se vuelve indistinto e irrelevante, en el que todo se vuelve insignificante y prescindible, el arte debe mantener distinciones de significado y, particularmente, el criterio de la calidad de la experiencia.
“Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que solo la literatura, con sus medios específicos, puede dar”, escribe Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio, y continúa en otro capítulo:
En una época en que triunfan los media velocísimos y de amplísimo alcance, y en que corremos el riesgo de achatar toda comunicación convirtiéndola en una costra uniforme y homogénea, la función de la literatura es la de establecer una comunicación entre lo que es diferente en cuanto es diferente, sin atenuar la diferencia, sino exaltándola, según la vocación propia del lenguaje escrito.
De modo similar, la tarea de la arquitectura consiste en mantener la articulación cualitativa del espacio existencial. En lugar de participar en el proceso de una mayor aceleración de nuestra experiencia del mundo, la arquitectura debe ralentizar dicha experiencia y defender ferozmente la lentitud.
En la mayoría de los casos, el arte se considera un medio para reflejar la realidad a través del artefacto artístico. El arte de nuestro tiempo refleja a menudo experiencias de alienación y angustia, de violencia y de inhumanidad. Pero, en mi opinión, la mera reflexión o representación de la realidad dominante no agota la misión del arte. El arte no debería aumentar ni reforzar la desgracia humana, sino aliviarla. El deber del arte es concebir nuevos ideales y modos de percepción y experiencia, y, por tanto, ensanchar y abrir los límites del mundo.
“El arte es realista cuando intenta expresar un ideal ético”, escribe Andréi Tarkovski, dando a la noción de realismo un significado nuevo y sorprendente. Junto a la obra de arte, el artista auténtico crea a su espectador, a su público, a su lector ideal.
Creo que la arquitectura auténtica sólo puede nacer de un proceso de idealización similar. Al proyectar, el arquitecto auténtico imagina una sociedad o un habitante ideales. Solo un edificio que construye un ideal puede surgir como una arquitectura relevante.
Como sostiene Ítalo Calvino:
“La literatura seguirá teniendo una función únicamente si poetas y escritores se proponen empresas que ningún otro osa imaginar (…). El gran desafío de la literatura es poder entretejer los diversos saberes y los diversos códigos en una visión plural, facetada del mundo”.
Nuestra confianza en el futuro de la arquitectura puede basarse en ese mismo conocimiento; los significados existenciales de habitar el espacio solo pueden forjarse mediante el arte de la arquitectura. La arquitectura sigue teniendo una gran tarea humana en la mediación entre el mundo y nosotros, y en proporcionar un horizonte de entendimiento de nuestra condición existencial.
La desaparición de la belleza en nuestro entorno es alarmante: ¿puede significar otra cosa que la desaparición del valor humano, de la identidad y a esperanza? La belleza no es un valor estético añadido del entorno; el anhelo de belleza refleja una creencia y una confianza en el futuro, y refleja el ámbito de los ideales en nuestro paisaje intelectual. “La belleza no es lo opuesto a lo feo, sino de lo falso”, escribió Erich Fromm. Una cultura que pierde sus ansias de belleza va derecha hacia la decadencia.
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El pensamiento sensorial
Las formas artísticas de la escultura, la pintura, la música, el cine, y la arquitectura son todas ellas modos de pensamiento sensorial incorporado a las características de cada medio artístico en particular. La arquitectura es también un modo de filosofía existencial y metafísica, a través de sus medios de espacio, materia, gravedad, escala y luz.
Estructuramos nuestro mundo sobre la base de mapas mentales, y en la formación de esos esquemas de la experiencia, las estructuras del entorno desempeñan un papel central. Desde el punto de vista existencial, el conocimiento más importante de nuestro día a día -incluso en una sociedad intensamente tecnológica- no reside en teorías o explicaciones alejadas, sino en un conocimiento silencioso allá del umbral de la conciencia, fundido con el entorno diario y las situaciones del comportamiento.
Pero un poeta también habla de encuentros el los “límites del ser”, como escribe Gastón Bachelard. El arte estudia los ámbitos biológicos e inconscientes de nuestr cuerpo y de nuestra mente. Por tanto, el arte mantiene conexiones vitales con nuestro pasado biológico y cultural, con el sustrato de un conocimiento silencioso, genético y místico. Las dimensiones temporales esenciales del arte señalan al pasado más que al futuro; el arte cultiva y preserva más de lo que desvela o inventa.
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El regalo de la imaginación
La singularidad de la condición humana es que vivimos en un mundo variado de posibilidades creado y sostenido por nuestras experiencias, memorias, imágenes y sueños. La capacidad de imaginar y soñar despiertos puede considerarse como la más esencial y la más humana de nuestras capacidades. Pero la avalancha de imágenes insignificantes, excesivas y accidentales de nuestra cultura, “una lluvia ininterrumpida de imágenes”, en palabras de Ítalo Calvino, aplana el mundo de la imaginación. La televisión exterioriza y neutraliza imágenes cuando se compara con el imaginario interior que evocamos al leer un libro; las imágenes gratuitas del entretenimiento pretenden imaginar en nuestro lugar. La industria de la imagen extrae imágenes de su contexto histórico, cultural y humano y, de esta forma, “libera” al espectador de toda responsabilidad en emociones o actitudes éticas respecto a lo que se experimenta. Narcotizados por la comunicación en serie, nos vemos preparados para contemplar la más extrema crueldad sin la más mínima implicación emocional. La avalancha de imágenes satura los sentidos y las emociones, suprime la empatía y la imaginación.
La ausencia de horizonte, de ideales o de alternativas en el pensamiento político contemporáneo es consecuencia de un colapso de la imaginación política. Al tiempo que nuestra imaginación colapsa, quedamos a merced de un futuro incomprensible. Los ideales son proyecciones de una imaginación optimista, pero el colapso de la imaginación está destinado a arruinar el idealismo. El pragmatismo y la falta de visiones estimulantes tan evidentes hoy son sin duda consecuencia de una imaginación empobrecida. Una cultura que ha perdido la imaginación solo puede producir visiones apocalípticas como proyección de un subconsciente reprimido. Un mundo sin alternativas, debido a la ausencia de una imaginación individual o colectiva, es el mundo de los sujetos manipulados de Georg Orwell y Aldous Huxley.
El deber de la educación es cultivar y apoyar las capacidades humanas de imaginación y empatía, pero los valores dominantes de la cultura contemporánea tienden a disuadir la fantasía, a suprimir los sentidos y a petrificar la frontera entre el mundo y el yo. La educación en la creatividad hoy en día debe empezar a cuestionar lo absoluto del mundo y a expandir los límites del ser.
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Juhani Pallasmaa
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