Espacio y territorio, la necesidad de
una definición crítica.
“El territorio es al espacio lo que la
conciencia de clase es a la clase: algo que integramos como parte de nosotros
mismos y que estamos listos para defender”.
R. Brunet
Podemos escuchar en todos lados,
expertos, periodistas o cualquier persona utilizar las palabras espacio y
territorio de manera equivocada. En general, suelen ser utilizadas en un
sentido común, el vulgarizado por la ciencia positivista y las instituciones
oficiales. Así, el espacio sería el simple soporte físico de la vida humana, un
escenario neutral, una reserva de materias, lo que, de paso, lleva a separar la
sociedad de la naturaleza. En cuanto al territorio, se volvió una palabra de
moda utilizada por los políticos para fingir una relación de proximidad con el
ciudadano, una identidad compartida que habría que defender colectivamente. Se
escucha hablar de prospección de petróleo en territorio nacional para hacer
entender al pueblo mexicano que debe aceptar la reforma energética frente a la
penuria mundial de hidrocarburos. En ese caso, el uso es bien retórico. Se
intenta hacer creer al pueblo que el espacio nacional es realmente suyo… A
veces se escuchará una versión folclórica, por lo tanto, inútil, del concepto
de territorio, como si el Estado de Jalisco fuera solo el territorio de los
mariachis, etc. Frente a esos usos superficiales y manipulador hay que
reafirmar concepciones desarrolladas por autores críticos, lo que nos ayudará
en entender cómo la dominación está espacialmente inscrita.
El espacio social
El espacio es un simple soporte de la
vida que no tiene ningún papel mayor en la sociedad. Esta visión resulta de una
instrumentalización científica que describió Henri Lefebvre. Para este autor,
el espacio es social, es decir es un producto de la sociedad. Cada sociedad produce
un espacio que le corresponde.
El espacio empieza a ser producido cuando,
respecto a nuestro cuerpo, vemos el delante, luego concebimos el atrás y los
lados. Este espacio será progresivamente medido gracias a partes del cuerpo
(pulgar, pies, etc.). Así, el espacio es una conceptualización que construimos
respecto a nosotros mismos, en referencia al cuerpo, ese siendo el primer
espacio, el íntimo del individuo. Movernos en el espacio, trabajar la materia,
crear herramientas para trabajarla, volverá a influir nuestra manera de
percibir, concebir y vivir este espacio. Producimos el espacio y en retorno él
participa en producir la sociedad. Esta relación dialéctica entre espacio y
sociedad se puede observar a lo largo de la historia. Veamos unos ejemplos.
La constitución de las
Ciudades-Estados griegas participó en crear una representación del espacio: al
interior de las murallas es lo que se ve, es lo escénico, mientras que afuera
es lo obsceno, lo que está escondido.
El desarrollo del Imperio Romano instauró
una primera versión del ordenamiento territorial y de la legislación del
espacio. De ahí la creación de regiones administrativas que luego se han
vuelto, en el imaginario colectivo, escalas de referencias. Sigue operando este
modo de compartición del espacio
En la Edad Media en Europa, el
enriquecimiento personal era prohibido por la iglesia católica, los negocios
eran mal vistos y los mercados estaban relegados a las afueras de las ciudades,
detrás de las murallas. Progresivamente, y sobre todo a partir de la Reforma
protestante en el siglo XVI, en las cuales el enriquecimiento personal fue
socialmente aceptado hasta volverse un valor central de aquella sociedad.
Progresivamente los mercados entraron en las ciudades en la cuales tomaron cada
vez más importancia, hasta volverse plazas centrales. Este periodo histórico
corresponde al nacimiento del capitalismo.
En la conquista de América, con el
objetivo de asentar la dominación de la Corona Española, la fundamentación de
las ciudades se establece respecto a un “plano racional en damero” cuyo centro
es sistemáticamente una plaza cuadrada rodeada de un palacio de gobierno y de
una iglesia. El poder se erige al centro de las ciudades y nutre así las
representaciones de la época. Corresponde tanto a un plan de dominación
política como de conversión religiosa de gran escala.
Podríamos seguir así multiplicando
los ejemplos hasta llegar a nuestra sociedad contemporánea, pero nos pararemos
en un último ejemplo, clave para la comprensión de la producción del espacio y
lo que implica en término de dominación capitalista.
En la revolución industrial, la
llegada masiva de trabajadores en las ciudades y el aumento considerable de la
contaminación desembocó en tremendas situaciones de insalubridad que causaban
la muerte de las poblaciones más expuestas, o sea los obreros. Para gestionar
la ciudad y responder a las exigencias tanto del capital como a las de una vida
urbana en expansión, se creó una disciplina: el urbanismo. El urbanismo no como
una ciencia neutral, sino que responde a las necesidades del capital de
mantener un marco espacial propicio a la producción industrial de mercancías y
a la reproducción de la mano de obra.
Este momento histórico es clave, porque al aplicar el modo de gestión
empresario-industrial a la gestión del espacio, el espacio se vuelve
conscientemente producido, como cualquier mercancía por el Estado y el Capital.
Así, el argumento clave de su obra,
desde una perspectiva histórica, pasamos de a una “producción en el espacio” a
una “producción del espacio”. Esta segunda es disimulada en el discurso oficial
e incomprensible dado la división positivista de las ciencias. Es el espacio
abstracto.
Los espacios que conocemos no son el
resultado de una evolución “natural”, sino social de la humanidad. Las
transformaciones del espacio corresponden a voluntades ideológicas
históricamente situadas. El espacio es social porque está producido respecto al
modo de producción dominante. Los capitalistas modificaron, adaptaron,
despojaron espacios respecto a las perspectivas de ganancias que vislumbraban.
El espacio contemporáneo es el resultado de una multitud de transformaciones,
de las cuales algunas etapas fueron mencionadas antes. En cuanto al
capitalismo, generó y sigue creando su marco espacial y lo podríamos ilustrar a
través de muchos aspectos. Uno de los más relevantes es el relativo a la
evolución de las distancias-tiempos a una escala mundial. A través del proceso
de acumulación, se reforzó drásticamente el centralismo (no necesariamente
capitalista) llevándolo a un extremo. Las ciudades actuales, las megalópolis,
son la materialización espacial de la acumulación capitalista. De otra parte,
según los intereses del capital, se fragmenta o se fusiona el espacio. Se
acerca lo lejos gracias a un desarrollo sin fin de los medios y redes de
comunicación, cuyo objetivo es acelerar la circulación de mercancías y de gente
altamente calificada. Eso tiene por consecuencia segregar los lugares cercanos
no conectados, no valorizados por el capital. En tiempo de transporte, se aleja
lo cercano. Se tarda igual de tiempo ir de la Ciudad de México a Londres en
avión que de la Ciudad de México a la Sierra Norte de Oaxaca en camión después
varios transbordes.
El espacio está producido no solo en
sí, por las transformaciones físicas, sino por las representaciones que tenemos
de esos espacios, desarrolladas tanto a través de los discursos dominantes (el
uso teórico del espacio, vendido como único y transparente, el espacio
abstracto) como por sus prácticas reales. Así, si bien los poderosos tienen
mayor capacidad de producción del espacio gracias a las leyes y los capitales,
no hay determinismo en esa concepción del espacio. El espacio producido,
condiciona, ordena, manda, pero no determina. Si bien, en la época de la
revolución industrial Haussman perforó la densa trama urbana de Paris para
crear grandes avenidas para facilitar tanto la circulación de mercancías como
la represión de las “peligrosas masas obreras”, esto no acabó con las
revueltas. Podemos descifrar, gracias al ejercicio de la crítica, los
verdaderos planes de producción del espacio y no respetarlos, incluso subvertir
los usos oficiales.
Lefebvre insiste que, por esas
razones, si bien es producido, el espacio no es cualquier producto, es (junto
con el tiempo) la otra dimensión fundamental de la vida social. Tiempo y
espacio son indisolubles. El espacio no es sólo algo material, participa en
crear e instituir los imaginarios. El espacio es parte de la totalidad y de ahí
la dificultad de su comprensión. Para este ejercicio, Lefebvre propone una
triplicidad del espacio, es decir tres niveles o dimensiones para entender la
dialéctica espacio-sociedad:
- La práctica espacial: es el espacio
percibido (sensible-físico). Son las prácticas cotidianas, repetidas,
asimiladas por un grupo social respecto al espacio como es y como está
perceptible. Tales prácticas socio-espaciales incluyen la producción y permiten
la reproducción de lugares, jerarquías de lugares y conjuntos espaciales. Son
esas prácticas que dan continuidad a un grupo o formación social de manera
cohesiva. Dicha cohesión implica, relacionada con el espacio social y la
relación de los individuos con ese espacio, una cierta medida de “capacidad
espacial” y “funcionamiento espacial”.
- Las representaciones del espacio: es
el espacio que es concebido(abstracto-mental). Son las discursos e intenciones,
planes e ideologías que producen los espacios por ciertos fines, para usos
concretos, respecto a concepciones sociales, culturales, etc. Estos discursos,
están vinculados a las relaciones de producción y el orden que estas imponen.
Las representaciones son centrales para Las formas de conocimientos que
asientan la estructura de poder racional/profesional del Estado capitalista.
Implica una relación frontal con las estructuras de los signos y los códigos
dominantes del espacio.
- Los espacios de representación: es el
espacio vivido (relacional-socializado), es decir es el espacio complejamente
codificado, descodificado, recodificado por la propia vida social y que pueden
estar utilizadas como resistencia simbólica. Estos están ligados a la dimensión
clandestina y subterránea de la vida social y son particularmente expresados en
el arte. Estos “espacios” sugieren e incitan reestructuraciones alternativas y
revolucionarias de las representaciones institucionalizadas del espacio y
nuevas prácticas espaciales. En varias de sus obras, Lefebvre sugiere las
ocupaciones ilegales, lo que influirá al nacimiento de la tradición de “ocupar”
terrenos y edificios como un medio de protesta; o el análisis de las favelas y
barrios informales como una reapropiación de espacios producidos, marginados y
dejados vacíos o vacantes por la propia dinámica del sistema de propiedad
privada mercantil.
La obra de Lefebvre tiene aportes que
no podemos omitir para entender nuestra sociedad y los procesos de dominación.
Podríamos extendernos mucho más pero no es el objetivo de este artículo. En
cambio, y para terminar esta parte, es relevante añadir que tal concepción del
espacio llegó a superar el Estado entendido como una conclusión histórica.
Investigar desde el espacio permite superar tanto las teorías liberales (el
Estado garantizaría el bienestar de todos) como las teorías autoritarias y
conservadoras del Estado. En todos los casos, siempre, el Estado significa una
homogeneización, desde arriba, del espacio.
Para terminar esta parte, citamos
extractos del apartado XII del capítulo cuatro, de su obra maestra La
Producción del Espacio, apartado en el cual vincula la dimensión espacial, con
el papel y el modo de actuación del Estado:
“Unos como otros no han visto
claramente la violencia en el seno de la acumulación, como productora de un
espacio político-económico. Este espacio fue la cuna del Estado moderno, su
lugar de nacimiento. En este espacio, el de la acumulación, se dibuja la
“vocación totalitaria” del Estado, su tendencia a proclamar la vida y la
existencia política encima de otras formas. En este espacio se constituye este
“ser“ ficticio y real, que no reconoce otros límites más que los que vienen de
las relaciones de fuerzas […] La violencia original, la creación continua por
la violencia, esa es la marca distintiva del Estado; pero su violencia no se
puede aislar. No se separa ni de la acumulación del capital ni del principio
racional y político de unificación, subordinando y totalizando los aspectos de
la práctica social, la legislación, la cultura, el conocimiento y la educación
en un espacio determinado, el de la hegemonía de la clase dominante sobre su
pueblo y su nación, de los que se apropia. Cada Estado pretende producir el
espacio de un cumplimiento, de una plenitud, la de una sociedad unificada,
entonces homogénea. […] Solo los conceptos de espacio y de su producción
permiten al marco del poder (realidad y concepto) alcanzar el concreto. Es en
este espacio que el poder central se erige encima de todo otro poder y lo
elimina. Es en este espacio también que una nación proclamada “soberana” aparta
toda otra nacionalidad y a menudo la aplasta, que una religión de Estado
prohíbe las otras, que una clase al poder pretende suprimir las diferencias
entre clases. La relación a su propia eficacia de una institución otra que la
de Estado – La universalidad, la fiscalidad, la justicia – no tienen que pasar
por la mediación del concepto de espacio para representarse; el espacio donde
se expresa una tal institución se define por decretos y reglamentos de
aplicación en el espacio estatal y político. En cambio, este marco estatal y el
Estado como marco no se conciben sin el espacio instrumental de los cuales se
sirven. Es cierto que cada nueva forma de Estado y de poder político lleva su
recorte del espacio y su clasificación administrativa de sus discursos sobre el
espacio, sus cosas y su gente en el espacio. Manda así al espacio de servirla;
el espacio volviéndose clasificatorio, un cierto saber no crítico constata esta
“realidad” y la aprueba sin profundizar más la interrogación.”
Hacia una concepción relacional del
territorio
Primero está el espacio, esta totalidad que
acabamos de empezar a definir. A diferencia, el territorio, como concepto,
siempre se refiere a un fragmento del espacio. Si el espacio es social, el
territorio lo es aún más. Cuando hablamos de territorio, nos referimos siempre
a la dimensión espacial de un grupo social: una nación, una comunidad, las
tierras de una grande familia de terratenientes, etc. Respecto a esa base,
existe una multitud de definiciones basada en visiones economicistas, en las
áreas culturales o étnicas, hasta la de los territorios de los animales que
orinan para marcarlo, etc.
La única que permite abarcar todas
las demás, y en la cual se necesita referirse si queremos desarrollar una
postura crítica al respecto, y entonces actuar contra la dominación, es la
concepción relacional. En esta concepción del territorio, éste no es fijo,
impermeable, está siempre en movimiento, maleable según las relaciones con los
demás territorios, es decir en relación con los demás grupos sociales y con el
espacio. Así, para Rogerio Haesbaert: “El territorio construido a partir de una
perspectiva relacional del espacio se concibe como inmerso dentro de las
relaciones socio-históricas o, de modo más estricto, de poder” (2011: 69).
Un territorio debe ser construido
antes de ser reivindicado, y luego mantenido porque permanece maleable y puede
desaparecer. El territorio tiene etapas de construcción – el proceso histórico
– antes de existir. Es una construcción social en el espacio que tiene sus
propias dimensiones temporales con un carácter cíclico: territorialización /
desterritorialización / reterritorialización. Cada ciclo está estrechamente
ligado a la relación de poder con los demás territorios.
La definición del territorio de De
Souza, geógrafo libertario, permite discernir todavía más espacio y territorio,
y completar la concepción relacional: “… el territorio no es el sustrato, el
espacio social en sí, sino un campo de fuerzas, las relaciones de poder
espacialmente delimitadas y que operan, por lo tanto, sobre un sustrato
referencial.” (De Souza, 1995: 97).
Aceptar tal concepción es reconocer
que el concepto de territorio es multiescalar y multidimensional (Mançano
Fernandes, 2011). Un territorio puede ser un espacio de gobernación, como el de
un Estado o de un municipio, pero también un tipo de propiedad (particular,
individual o colectiva), o un espacio apropiado para un uso mayor, como cuando
trabajadores sexuales se apropian de una banqueta. Eso implica admitir no sólo
escalas distintas, sino varios sistemas de escalas espaciales (administrativas,
de propiedad, de uso, etc.) que conviven simultáneamente. Así el territorio
concreto debe ser concebido como una entidad social espacializada que
interactúa con territorios de otras escalas. De la misma forma, cada territorio
tiene sus tiempos de funcionamiento de tipo económico, social y cultural. Ellos
mismos abarcan tiempos más cortos, los de los habitantes que representan tiempos
distintos en función de sus características demográficas, sociales y estilos de
vida. Los “pequeños” territorios dependen de los tiempos más largos de
territorios más amplios en los cuales están ubicados.
La multiescalaridad espacial y
temporal está estrechamente vinculada a la multidimensionalidad. Los
territorios forman totalidades porque contienen en sí todas las dimensiones del
desarrollo: la política, la económica, lo social, la cultural y la ambiental.
Utilizar esas dimensiones de manera separada para asentar una o otra concepción
del territorio significa, como mínimo una reducción, y hasta una
instrumentalización si es voluntario. Este discurso desvía la atención de la
población, evita que se entienda lo que puede significar en término de dominación.
Por lo mismo, hay que entender el territorio de manera más amplia, como
relacional, que se establece como un campo de fuerza según las relaciones de
poder.
Como lo fue durante mucho tiempo, no
hay que oponer una visión reticular a una zonal del territorio. Si bien un
territorio es una zona, un marco espacial con sus fronteras, está alimentado,
compuesto por redes de comunicaciones, de infraestructuras, redes sociales, de
grupos sociales móviles, etc. El grupo
social a quien le corresponde ordena su territorio, lo transforma respecto a
sus “necesidades”. Entonces no hay que sorprenderse que por el bien de la
nación (esa comunidad ficticia) los gobernantes ordenen el territorio según los
imperativos del capital y aplasten los territorios reales que lo componen. Así,
el Estado Mexicano hace prevalecer la exploración del subsuelo para encontrar
hidrocarburos y niega así los territorios de las comunidades indígenas. La
concepción economicista del Estado aplasta la concepción tradicional (cultural)
del territorio indígena. Se trata de una verdadera lucha de poder en y por el
espacio
Concluiremos enfocándonos en esta
lucha de poder. Quien pretende tener autonomía, como lo presumen casas okupas o
huertos solidarios, como lo creen comunidades indígenas o lo exhiben los
zapatistas, lo hacen ingenuamente, por ignorancia o peor, de mala fe. No se
puede reivindicar la autonomía y la identidad nacional al mismo tiempo, menos
creer ser autónomo en el territorio de la heteronomía. Todas las luchas de
defensa de los territorios, o los intentos de territorialización, siempre
significan una reconfiguración de las relaciones de poder, de la relación de
fuerza con el Estado-capital, él ya bien territorializado, tanto en lo concreto
como en nuestras mentes. El Estado lo sabe bien y por lo mismo, suelta de vez
en cuando, por estrategia, migajas de autonomía para calmar los conflictos
territoriales que él mismo pudo iniciar, aceptando la actividad de ciertas
empresas, ordenando la construcción de autopistas, organizando a paramilitares
o por impulsar el clientelismo electoral, etc.
Actualmente, la dinámica global es
hacia la desterritorialización, al desarraigo. Recientemente pasamos una etapa
significativa cuando más del 50% de la población se ha vuelto urbana. Es decir
que la mayoría de los procesos de construcción social de la humanidad se
realizan en un espacio mercancía. Los barrios populares ya no corresponden
tanto a grupos sociales homogéneos, pero sí cada vez más a una aglutinación de
individuos guiados por estrategias residenciales. Los antiguos barrios
populares están gentrificados mientras que los pobres están cada vez más
relegados en los barrios periféricos. En México D.F., el asalto inmobiliario ya
empezó desde una decena de años en el centro histórico y sus alrededores. Sólo
los ricos eligen realmente dónde ubicar sus vidas, en gated communities
(barrios cerrados) o en un nomadismo burgués internacional. Si ya no hay clase
obrera, grupos de proletarios o más ampliamente una conciencia de clase, es que
la gente se repliega en las tribus urbanas u otras identidades posmodernas, son
identidades sin territorio, desarraigadas, “fuera del suelo”, en perpetuo
movimiento. El capitalismo desmantela el tejido socio-cultural, no solo
socio-económicamente, sino en el espacio también. El contrario lo demuestra,
son esos territorios verdaderos quienes saben responder al Estado cuando les
ataca. La claridad de las asambleas comunitarias, la espontaneidad de las
repuestas de los barrios populares y la determinación de las comunidades
indígenas en las luchas se dan gracias a un denso entretejido de relaciones
sociales espacializadas. Sus territorios son el impulso, el medio y la apuesta
de sus movimientos. Hacen el espacio.
Actualmente domina el espacio
producido por el capital y el territorio del Estado. Frente a esta situación,
urge reflexionar sobre cómo reterritorializarnos. Debemos ser el territorio,
aprender a vivir todos los días juntos con el despliegue de solidaridades que
significa. Debemos producir un espacio deseado en común, sin que nadie nos
otorgue derechos territoriales u obligaciones sociales. Reivindicar (realmente)
un territorio, es reivindicar un espacio de emancipación, va de la mano con el
desafío del Estado.
Andre Renaud
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