martes

LA CIUDAD SIN LÍMITES

El 22 de diciembre del 2005 la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró el 2008 año internacional del Planeta Tierra (Resolución 60/ 192) para concienciar a la sociedad – y sobre todo a sus dirigentes- de los riesgos que nos acechan si no usamos adecuadamente los recursos naturales que tenemos a mano y no planificamos el territorio de manera más sostenible. Sin embargo, y como si de una premonición se tratara, el 2008 pasará a la historia por otro motivo: por ser el primer año en el que la población urbana habrá superado a la rural. En efecto, estamos cruzando el umbral: más de 3.300 millones de personas habitan en espacios urbanos, muchos de ellos concentrados en megaciudades, precisamente una de las diez líneas de trabajo que se acordaron en la resolución citada más arriba, de la que pronto hará tres años.

El mundo se ha hecho urbano a lo largo del siglo XX y lo será mucho más en el XXI. Actualmente, cerca de 500 ciudades superan el millón de habitantes y 65 megaciudades concentran, ellas solas, unos 700 millones de personas. A diferencia de hace un siglo, la mayoría de estas megalópolis, muchas de ellas con unos ocho millones de habitantes, se hallan en lo que denominamos habitualmente países en vías de desarrollo,muchos de los cuales son, sin rodeos, países pobres de solemnidad y, por tanto, incapaces de planificar el crecimiento ordenado de estas ciudades hipertrofiadas y, mucho menos, de asegurar calidad de vida a sus habitantes, por exigua que esta sea.

Ya somos un planeta urbano, con todo lo que ello implica desde los puntos de vista territorial, económico, sociológico, cultural e incluso geopolítico, si consideramos el nuevo papel que en la escena internacional desempeñan las denominadas ciudades globales.Dado el poco espacio disponible, me centraré en la dimensión estrictamente territorial y, dentro de ella, en un aspecto muy concreto, no sé si el más relevante, pero sí uno de los que tienen un impacto paisajístico más evidente, sobre todo en el mundo occidental: la desaparición de los límites de la ciudad como resultado de la metropolitanización del territorio y la fragmentación del mismo en compartimentos a menudo estancos. He ahí la ciudad sin límites.

En poco más de cincuenta años hemos asistido a la ruptura de los límites urbanos convencionales y, por tanto, a la disolución progresiva de los límites entre el campo y la ciudad. La ciudad ha explotado y la onda expansiva urbana generada se ha llevado por delante no sólo el concepto tradicional de ciudad, sino también sus límites. El crecimiento urbanístico desligado de los asentamientos urbanos tradicionales ha producido una ciudad difusa y dispersa que, junto con la implantación de infraestructuras y de equipamientos industriales, terciarios y logísticos en el extrarradio de la ciudad central, ha conducido a una alta fragmentación del paisaje. Así pues, la zonificación característica del paisaje tradicional se ha transformado de manera radical y ha derivado hacia una gran dispersión de usos y de cubiertas del suelo. Se ha perdido la claridad en la delimitación zonal, la compacidad se ha roto y se ha impuesto un paisaje mucho más complejo, un paisaje transición, un paisaje híbrido, fruto de una dispersión urbana un tanto caótica. Emergen entonces unos paisajes de frontera difusa que parecen interminables y en los que uno no sabe muy bien dónde está, si en un campo urbanizado, en aledaños de la ciudad, o en una especie de no man´s land. La legibilidad semiótica de estos paisajes es muy compleja y su lógica discursiva es de muy difícil aprehensión por parte de la ciudadanía. Y hay que olvidar que los territorios parecen no poseer discurso y los paisajes parece haberse esfumado su imaginario cuando su legibilidad se vuelve extremadamente compleja, tan compleja que se acerca a la invisibilidad. Cuando se consume y se transforma tanto territorio en tan pocos años y a tal velocidad, se incrementa notablemente el riesgo de destrucción, de un plumazo, de aquellos rasgos que han dado personalidad y continuidad histórica a un determinado paisaje. Aparece entonces una creciente sensación de divorcio entre los paisajes que imaginamos y los que vivimos. En efecto, el abismo entre los contemplados cotidianamente y los paisajes de referencia transmitidos de generación en generación a través de vías tan diversas como la pintura de paisajes, la fotografía, los libros de texto o los medios de comunicación, se agranda de manera notable. Asistimos a una crisis de representación entre unos paisajes de referencia que, en algunos casos, se han convertido en auténticos arquetipos, y los paisajes reales, diarios, que, para gran parte de la población, son precisamente los paisajes fragmentados aludidos en este artículo. Parece evidente que si dicha crisis de representación ha salido a la luz es debido a que, más allá de los núcleos urbanos compactos, no hemos sido capaces de dotar de identidad – la que sea- a unos paisajes caracterizados en buena medida por su mediocridad y banalidad. No hemos conseguido crear nuevos arquetipos paisajísticos o, al menos, nuevos paisajes dotados de fuerte personalidad e intensa carga simbólica, en especial en los entornos más degradados y fracturados. No hemos logrado generar nuevos paisajes de referencia con los que la gente pueda identificarse. No hemos sido capaces, en definitiva, de reinventar una dramaturgia del paisaje, en palabras de Paul Virilio. La ciudad compacta, la que pervive en nuestro imaginario colectivo, la aún delimitada por murallas intangibles, tiene bastante resuelta esta cuestión. No así el espacio urbano metropolitano. La notable inversión en equipamientos y espacios públicos que en los territorios metropolitanizados se ha realizado en los últimos años puede contribuir a ello, pero no es suficiente. La (re) identificación de una sociedad con su territorio no es fácil y precisa de políticas mucho más complejas, sutiles y transversales que las aplicadas hasta el momento. Y, sin embargo, la cuestión es fundamental, porque está en la base de la conflictividad territorial contemporánea en el marco de la compleja y poliédrica tensión dialéctica entre lo local y lo global. Se olvida con demasiada frecuencia que esta conflictividad, vehiculada a menudo a través del paisaje y somatizada en él, refleja el miedo a la pérdida del propio sentido de lugar, un elemento clave del bienestar individual y colectivo. Sin solucionar esta cuestión, la ciudad entendida como espacio de sociabilidad no será posible en el territorio metropolitano, y menos aún en la región urbana. Resultaría paradójico, casi grotesco, asistir a la crisis de la ciudad, en la ciudad sin límites, precisamente cuando el mundo se ha hecho urbano.



Joan Nogué


No hay comentarios.:

Publicar un comentario