Hace catorce años un tiro de dinamita se
llevó la mano, el antebrazo y parte del brazo que, de no ser así, hoy el tío
Lucho me habría extendido cortésmente. ¿O fue su desgracia la que le enseñó
maneras? Por no dejar la mía extendida en el aire, la tomó con su mano única y
la soltó algo después de lo que se estila entre hombres ilesos. Las otras seis
o siete manos que en esa apartada caleta podrían haber estrechado la mía, y que
pertenecían a hombres con dos, no dejaron sus tareas, sus cigarrillos o sus
bolsillos. Tampoco les tendí la mía.
En verdad, Puerto Manso no era un lugar al
que uno llega estrechando manos. Excavada en el borde de una llanura yerma, la
caleta parecía un escondite, un hoyo que nadie encontraría a menos que
anduviera buscando un sitio donde no pudiera ser encontrado. Y de prófugos era
el aire de sus pescadores. A no ser por el tío Lucho o, mejor dicho, a no ser
por la mano que faltaba en Puerto Manso y que, potente como la de un hechicero,
había convertido a uno de los salvajes en persona con su sola desaparición, yo
no habría podido detenerme en el lugar, no habría oído una palabra dirigida a
mí.
La mano perdida; la mano que lo había
dejado con un cuerpo mil veces más torpe, ante un mar mil veces más difícil y
entre unos hombres mil veces más duros; la mano cuya deserción, catorce años
después de ocurrida, aún hería su amor propio como la de una esposa que lo
hubiera dejado por un nadie; esa mano suya, presente pero invisible, aferraba
al tío Lucho y lo obligaba a cantar ante el primer venido la fea historia de su
mutilación sin permitirle intercalar ni una disculpa, ni una queja, ni un
suspiro. Así, al oír a un manco uno escuchaba a una mano. Y la mano refería
cómo había cogido un cartucho de dinamita con la mecha encendida; cómo lo había
alzado sobre la cabeza y más atrás; cómo se había aprestado a lanzarlo a las
aguas llenas de merluzas; cómo había estallado el cartucho antes de tiempo;
cómo habían volado sus uñas, sus carnes y sus huesos y ensangrentado el agua
alrededor del bote. Tiempo después, ya convertida en una mano invisible, había
buscado sus dedos en las mangas derechas de los vestones, en los bolsillos, en
las asas, en el talle de las mujeres. Convencida al fin de su falta había
decidido hablar. Y ahora, cada vez que algún forastero se acercaba al manco y
reparaba en su muñón, ella salía a la luz, se alzaba y volvía triunfalmente a
volar como si el viejo error que la había aniquilado fuera el colmo de la
destreza para una mano de palabras.
Mientras escuchaba al pescador, yo me
decía: ¿cómo no ha cambiado de oficio después de perder una mano y ganar
semejante labia? Vendedor ambulante: ¿qué artilugio no vendería? Mendigo
callejero: ¿quién le negaría una limosna? Adivino de población: ¿cuántas
mujeres no harían cola para que les leyera las manos? Si seguía dedicado a la
pesca, ¿no sería porque esa mano que había sido suya cuando ra de carne lo
obligaba a hacer las mismas cosas siempre para brillar por su ausencia, para
faltarle a sus anchas?
Para mostrarme su habilidad, el tío Lucho
componía una red valiéndose de la zurda y de los dientes. Mas yo miraba
fascinado la manga vacía de su chaqueta que, agitada por el viento, amagaba
ademanes imperiosos como si la llenara el brazo de otro ente, de un amo
invisible que tenía al manco por siervo
para que atendiera las miserables cosas que son de ver. De súbito me di cuenta
de que en todo Puerto Manso había una parte que no podía verse, dominio del amo
de la manga vacía. En el leve olor a podredumbre de la quebrada guardado en una
urna de nubes puras; en las caras humanas y los escorzos lobunos de los
pescadores; en las sombras resbaladas de sus chozas; en sus botes que yacían
como animales desjarretados. Incluso en el nombre de la caleta. Porque en el
letrero de mala muerte en que lo leí, no decía Manso sino Manzo, con una ceta;
ceta ésta que se apartaba tanto de lo común que, lejos de considerarla un error
o una demasía ortográfica, comprendí que había sido escrita para salir de un
terrible apuro, para no tomar partido entre una ese y una ce, para no zanjar
entre Puerto Manso –nombre neto, añoso y amable– y un nombre inaudito que debió
tentar al letrerista hasta el límite de sus fuerzas: el duro, avieso, demoníaco
nombre de Puerto Manco.
Al irme de allí… ¿quién de los dos sería
el que me invitó a regresar: el siervo lisiado o el amo de la manga vacía? Ese
día creí que había sido el tío Lucho, y lo oí con gran placer. Semanas más
tarde, cuando venía de vuelta del norte y llegué a la altura de Puerto Manso,
recordé la invitación pero ya no estuve tan seguro acerca de su proveniencia.
Hice un alto al borde de la carretera y traté en vano de recordar la cara del
pescador. En cambio su voz resonó en mi memoria; una voz que salía de una garganta
más honda que la hondonada en donde la había escuchado; una voz que, en verdad,
yo no quería volver a oír en mi vida; una voz de otro tío…
Todos somos sobrinos del Diablo al
nacer;
al morir son contados los hijos de
Dios.
La Tierra es primeriza cada vez que
espera;
tiembla de miedo cuando el día se
avecina,
rompe aguas y nos pare antes de
tiempo siempre
y el mal que nos hace la luz es tan
profundo
que nadie excepto el Tío nos estima
viables.
Somos los prematuros que pare la
Tierra
y que el Diablo incuba en sus
bolsillos sin fondo
durante el sueño que llamamos una
vida.
Dios no se ve; la Tierra es fosca; el
Diablo un lince:
no ver al Padre, ver apenas a la
Madre,
y ser vistos por el Tío es nuestro
acerbo.
Mas por mucho que el Padre de todos
se oculte,
que la Madre de todos se desembarace,
y que el Tío no tenga a nadie por
oscuro,
tú y yo no seremos siempre
semejantes.
Sabrás que yo, que no soy tú que
estás leyendo,
yo escribo para ver si un día me
distingo,
yo escribo para ver si un día me
distingues,
para ver si el Diablo deja de
esclarecerme,
la Tierra de resumirme y a Dios
extraño.
Ignacio Balcells
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