Como si buscara sus dientes perdidos, la
pelirroja fue acercándose minuciosamente por la orilla del mar. Avanzaba con la
cabeza gacha, los pasos vagos y tal aire de hallarse a solas que casi me
convence. De trecho en trecho se ponía en cuclillas, excavaba sin mucho afán y
me observaba de reojo. Un par de veces la vi volverse hacia su guarida: ¿qué
sería de sus niños? Cuando llegó a situarse entre el mar y yo, me incorporé y
la llamé. El ruido de las olas le impedía, al parecer, escucharme. Lo pensé mejor
y del baúl de provisiones que llevaba en el furgón cogí una caja de huevos (la
noche pasada había decidido excluirlos de mi dieta) y con ella en las manos me
dirigí resueltamente hacia la mujer.
Cara al mar y de espaldas a mí, ésta
parecía más interesada que nunca en lo que tenía a sus pies. Quien anda por la
arena lo hace, quieras que no, silenciosamente; por esto, al aproximarme a la
pelirroja sentí que iba entrando, paso a paso, en su juego. Me detuve antes de
alcanzarla. Abrí la boca, pero no fui capaz de hablarle. Podría haberla tocado
extendiendo el brazo. La intrepidez de la mujer que seguía vuelta hacia el mar
pese a mi resuello acabó por seducirme. Pasó un minuto. El temor de que ella
flaqueara; el temor de verla volverse hacia mí y simular penosamente sorpresa,
o susto, o cualquier otra emoción indigna; el temor de que ella desbaratara con
su mirada y su voz el juego que hasta ahí había conducido con maestría; el
temor de verme obligado a responder por mi proximidad silenciosa; el temor de
verme rebajado en cuanto ella posara sus ojos en mí; todos los temores que van
con un juego que comienza an-tes de que se conozcan sus reglas, de repente,
como por arte de magia, se esfumaron. La pelirroja no se volvería jamás.
Cuando nie convencí de esto, cuando admití
que ella se había plantado de una vez por todas en su esfinge, la caja de
huevos que había pensado regalarle se volvió obscena, me quemó las manos. ¿Qué
hacer con ella? Sigilosamente di un paso atrás. La pelirroja siguió inmóvil y
con la cabeza inclinada. Observé su figura implacable hasta que al fin, con
inmenso alivio, descubrí que la esfinge no estaba concluida, que todavía era
demasiado humana. Entonces avancé un paso, me puse en cuclillas, tracé con un
dedo una redondela en la arena mojada rozando sus talones y dentro de ella puse
doce huevos blancos. Luego me levanté, corrí casi sin tocar la playa hasta el
furgón, metí adentro caja, cuaderno, libro y silla portátil, trepé a la cabina
de un salto, eché a andar el motor y... En ese momento oí agudos chillidos, y
pese a que había jurado no hacerlo, volví la vista. A la vera del mar, una
enorme pájara-niña de cabeza bermeja brincaba alrededor de un nido radiante.
Durante el resto de su viaje, durante su
vida entera Ignacio Balcells va a mirar hacia atrás aun cuando jure no hacerlo.
Las maravillas que así vea no eclipsarán su culpa. Le será difícil, sino
imposible, celebrarlas; querrá describirlas; acabará confesándolas. Por esto
unas palabras antiguas le resultarán siempre consoladoras: "No cantaríamos
a los dioses si no los hubiéramos ofendido".
Ahora mismo Balcells va a salir de la
playa de Chigualoco a la carretera; va a salir de la carretera de nuevo, un
poco más al norte; va a subir por una mala huella al promontorio arbolado que
limita Chigualoco por el norte, y desde su cima va a mirar por segunda vez
hacia atrás para ver si la pelirroja sigue junto al nido. Colgado de un pino en
el borde del acantilado verá estelas de olas casi inmóviles, casi silentes, y
en la larga cancha de arena verá una mosca y dos mosquitos que titubean.
Imagina entonces que en su viaje va
erigiendo torres, y que a cada tanto mira hacia abajo para apreciar la altura
alcanzada. Torre de Chigualoco: tres pisos. Primero: pelirroja desdentada;
segundo: pájara-niña clueca; tercero: mosca con dos mosquitos. Piensa que
escribe un diario de viaje para hacer de las torres sucesivas una sola muy
alta, tan alta que sobre su fundamento. Piensa que en Babel los constructores
no querían alcanzar el cielo, querían separarse de la tierra; que desde su
punta no veían ni seres humanos ni escuchaban palabras: escuchaban jerigonzas,
veían escarabajos.
La angustia de la altura que gana cada vez
que mira hacia atrás se le hace, de pronto, insoportable y Balcells se echa
barranco abajo, ágil como un suicida. Mas no irá a parar a la playa que dejó,
no se encontrará nunca más con la pelirroja.
Ignacio Balcells
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