Caía la noche cuando fui a estacionar el
furgón en la playa, lejos de las luces del alumbrado público de Pichicuy y de
los rayos y truenos del camino. Luego, a pie por las dunas, me dirigí a mi cita
con las estrellas. Hacia el noroeste ya estaban reunidos Marte y Venus, la
prenda radiante y el aguijón rojo. A su vera, velado por el resplandor de su
có¬pula, Júpiter titilaba débilmente. La Luna tendía su luz virginal sobre el
mar hasta unas lejanías de cielo en la tierra. La Colmena, el quinto objeto
celeste que participaría en la conjunción, no se dejó ver ni con prismáticos.
¡Y era el que yo había aguardado con mayor ilusión! Su nombre, el único de los
cinco que no era el de un numen, me sonaba tan celeste pese a su humildad que
casi me había hecho la idea de que reconocería sus astros por su zumbido.
Gracias a La Colmena el cielo iba a parecer un bosque y la playa un calvero
olor a mar por el que yo andaría con la prestancia de un zagal del tiempo en
que las diosas se enamoraban de los hombres. ¡Qué desgracia! Ausente La
Colmena, ¡cuan astronómicos lucían Venus, Marte y Júpiter! ¡Qué absurda parecía
la antigua cuestión de sus influencias!
Apenas se puso la Luna en el mar, la tierra
se desplomó a mi alrededor. Me sentí cercado de cosas oscuras. Sentí miedo. Y
mi miedo vició mi celo por las estrellas. ¿Estaba a solas? Si los seres humanos
más cercanos se hallaban junto a las lejanas luces de Pichicuy; si en toda la
gran playa reinaba una quietud de desierto en invierno ¿qué tenía que temer?
Sin embargo, temía. Las sombras acortaban mis alcances; las olas me ablandaban;
el silencio detrás del fragor marino me ahuecaba. Me senté y hundí mis manos en
la arena fría. Era una arena estelar. Cada uno de sus granos había caído del
cielo a la tierra a través de mí. Y las miría-das que aún lucían arriba
seguirían cayendo a través de mí, seguirían posándose en la playa y apagándose.
Esa noche corría un tiempo a través de mí que no debía correr nunca. ¡Ay de mí!
¡Que de todos los poetas que vivían para atajar ese derrame fuera yo el que
fallaba! ¡Qué angustia! ¿Qué podía hacer para recobrar mi sello?
-Ponte de rodillas -murmuré. Y me puse de
pie e inicié el regreso hacia el furgón. "De rodillas, de rodillas, de
rodillas", fui repitiendo mientras caminaba por las dunas ahítas de arena.
El clic de la puerta, el olor a nuevo de la cabina, el destello de la lámpara a
gas, los gustos del sandwich, la manzana y el café, la tibieza del saco de
dormir, la levísima trepidación de la carrocería y el testigo rojo de la alarma
cerraron la jornada. Y el sueño a mí.
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