Cerca del lugar en donde había estado
observando el cielo hallé un animita. Si hubiera tropezado con ella anoche, el
tiempo no me habría pasado de parte a parte. Un pie en su base de cemento, un
pie fuera de la arena habría bastado para que yo recuperara el ánimo. Cuando un
nadador ha dejado de luchar y va en el agua desmadejándose ¿no revive si hace
pie?, ¿no recuperan su cuerpo la tensión y su espíritu el temple con un solo
toque de suelo? A la clara luz de un día de nubes ralas resulta difícil creer que
la pequeña losa de cemento tenga tan portentosa virtud. También es difícil
creer que la playa tendida ante mis ojos sea un osario de estrellas. Y anoche
lo fue.
Aparte de hacerme ver el paso firme que no
di, el día me muestra en la animita un mundo. Sobre la losa situada en el borde
del desplaye y que apenas sobresale de la arena hay la figura votiva de un
bote, una gruta minúscula con una estampa descolorida del rostro de Cristo, dos
tarros oxidados con matas de claveles verdes y una inscripción: Pascualito.
Así entra la muerte en tu viaje desde la
primera mañana, en la primera playa, ante el primer mar. Así te sale al paso
esta antigua desconocida tuya. ¡Hela aquí con rasgos de esfinge popular! Mírala
con su nombre de niño malcriado al que ya se le antoja la resurrección; mira
cómo aferra su botecito de cemento y cuan amargamente brillan las dos monedas
depositadas en él; mira sus mechas de claveles y su diadema con eccehomo
ensangrentado; mira sus aristas bastardas, sus letras torpes, sus cifras
chuecas. ¡Así te salta a la cara la muerte en medio de la arena absorta! Te
cala, aunque no te puede ver; te interroga, pese a que se come las palabras; te
para, aunque tú no quieras sino salir del paso y hacer como si no la hubieras
visto. ¡Cuánto más elegantes son las muertes bajo techo que no se adueñan del
sitio en que acaecen! ¡Cuánto más chic las muertes que no denuncian nada como
denuncia ésta al mar!
-Aquí -dice la animita hablando en tercera
persona y no en primera como hablan las tumbas-, aquí se ahogó Pascualito al
volcarse el bote en que regresaba de la pesca con su padre. O más precisamente:
-Aquí botó el mar el cuerpo de Pascualito.
Innumerables animitas en los bordes de las
carreteras americanas señalan sitios de accidentes mortales; muchas de ellas
están situadas en curvas, a la entrada de túneles, al final de largas
pendientes y en otros lugares que la velocidad de los transeúntes convierte en
peligrosos. Pero nadie diría que esas animitas denuncian al camino. Al
contrario: en un mundo de defunciones puertas adentro que sólo merecen cupos en
necroparques, las animitas nos recuerdan que morir bajo el sol o las estrellas
es un fuero humano, que amojonar con su muerte la tierra es un privilegio del
hombre. Pascualito seguramente tiene tumba en algún cementerio próximo; una
tumba que, a veinte años de su muerte, ya nadie visitará. Pero su animita es
otra cosa. A pocos pasos de la línea de más alta marea, su animita es un pecio
que ningún visitante de la playa deja de encontrar, un pecio que el mar no
puede hacernos pasar por alto, así concierte sus olas, aclare sus aguas y asuma
un aire de playero rudo pero bonachón. "El mar mata", dice la
animita. Y aunque pasen mil veranos felices en los que su losa no se distinga
entre las toallas multicolores, su denuncia será válida por todo el tiempo que
el mar renueve, ola tras ola, su doblez.
En la cordillera de los Andes hay un
cementerio donde están enterrados solamente andinistas. Cuando quien lo visita
se para entre las tumbas y alza la vista hacia la cima del Aconcagua la antigua
metáfora bélica acude instantáneamente a su memoria y se encuentra rodeado no
de muertos sino de caídos. El Aconcagua no esconde su altura. Su cima se sujeta
en el cielo a la vista de todos. Nadie puede decir que no la vio. Los muertos
son los frutos maduros caídos de ese árbol de abismos. Por eso sus tumbas no dicen
que la montaña mata. La montaña no mata porque no vive; si viviera escondería
su abismo como lo esconde el mar. La animita de Pichicuy dice: "el mar
mata"; "di un traspié" dice cada una de las tumbas de los Andes.
Y si uno se aleja de estas últimas mirando con redoblada atención dónde pone
los pies, ¿qué hace uno con la advertencia de Pascualito? ¿Alejarse sin más del
mar como los moralistas aconsejan huir del demonio en toda ocasión y sean
cuales sean nuestras virtudes? ¡Imposible! No podemos concebir nuestra vida sin
el mal, menos sin el mar. O como lo canta Cernuda:
Quién viviría en la tierra
Si no fuera
por el mar.
Ignacio Balcells
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