La mujer que vivía en el otro extremo de
la playa de Chigualoco era pelirroja, casi no tenía dientes y había sido joven
hasta el día anterior a mi llegada. Apareció en la duna con un niño rubio como
un islandés en los brazos, otro de tez morena colgado de sus pantalones, y se
acercó a buen paso para ayudarme a sacar el furgón de un atascadero. Sus ojos
aguados, su sonrisa de guagua envejecida y su raída ropa de hombre el doble de
su talla le daban aspecto de hermanastra de sus hijos sorprendentemente limpios
y bien puestos. Hablaba a gritos, pero su voz fresca, alegre, amable, era la de
quien intenta hacerse oír en un vendaval o por sobre el fragor de la resaca, no
la de un zafio. Su miseria saltaba a la vista; a sus ademanes, sin embargo, no
les faltaba soltura y hasta un atisbo de coquetería. En la ciudad, la
coquetería de un ser tan abandonado parecería grotesca; en la costa era una
gracia, una seña de las libertades que la mujer se tomaba con la soledad en que
vivía.
Habitaba bajo una ruma de desechos
arrimada a la ladera del promontorio que cerraba la playa por el norte.
Desde lejos, su guarida era difícil de
distinguir; y cuando vi salir humo de un punto y ya no tuve dudas acerca del
emplazamiento, otra duda me asaltó: ¿habría intervenido alguna mano en ella o
sus ocupantes se limitaron a abrirse paso hasta el interior de una pila de
planchas, palos, latas orinientas y tubos descoloridos depositados allí por una
gran marejada?
Cuando cayó la noche, el paraje de la
guarida desapareció como un eriazo. En cambio yo, a unos quinientos pasos de
distancia, encendí mi lámpara de gas y durante horas me sentí en escena. Comí,
escribí y leí como si la mirada lejana de la pelirroja estuviera fija en mis
parabrisas resplandecientes, en la sombra móvil de mi cabeza, en el rayo que
cruzaba la playa hasta el agua espumosa cuando abría la puerta del furgón.
Imaginé cómo me veía ella desde su sombra: un califa fabulosamente rico, de
costumbres diurnas extrañas y nocturnas inquietantes; un viajero llegado de
algún país remoto allende Los Vilos; un caballero maduro, sin mujer, hijos ni
amigos que llega a la playa cuando no hay nadie, en pleno invierno, se queda a
pasar la noche en su furgón de feriante y no duerme; un solitario infeliz que
se acompaña con una lámpara para alejar quizás qué noche; un maldito. Por las
rendijas de su guarida, la pelirroja no quita la vista del halo que me contiene
en la penumbra de su playa; escucha los ronquidos de su hombre, el tercer
cacareo del gallo, las vaharadas de la pleamar; huele el jabón de los cuerpos
calientes de sus hijos, la sartén en que frió unas jerguillas, el humo tenue
del rescoldo, el husmo de mariscos podridos que trae la brisa desde los conchales,
y piensa que estoy pensando en ella.
Tan cierto estoy de su acecho, tanto me
inquieta una mirada capaz de volver hacia mí toda la noche, que salgo del
furgón y me alejo rápidamente de su nimbo. Llevo en la mano una fruta, una
manzana color rojo claro, sin machucaduras ni nubes. Paro a cierta distancia y
cuando voy a morder la manzana descubro que ya no me apetece: se ha convertido
en una bola de carbón. La playa está casi clara. Una gran luna ralea las nubes;
su luz ennegrece el semblante del mar y blanquea su sonrisa casi fija.
Alrededor del furgón la playa parece un escenario vacío en el que ha quedado
encendida la concha del consueta. Poco a poco me voy acostumbrando al ámbito
blanquinegro y acabo por hincar los dientes en la bola. Una pequeña luna de un
cuarto asoma al primer mordisco; al tercer mordisco quedo con una luna llena en
mi mano. Huele a manzana, tiene gusto a manzana y alumbra increíblemente. Los
cielos y la tierra me rinden honores por mi descubrimiento. Alzo la luna a la
altura de mis ojos y observo cómo se va apagando a medida que su carne se
oxida. Entonces recuerdo las encías peladas de la pelirroja; pienso en su
cuerpo de congrio que más de uno habrá encontrado ensangrentado; en la sangre
que fluirá de su vulva a borbotones durante las grandes sici-gias; en las
muchas mujeres costinas que llevarán un ritmo selenita; en la gran boa del
mundo hecha de mujeres, mares y lunas...
Cinco siglos atrás, al otro lado de
nuestro océano, en alguna playa de anacoretas japoneses ¿qué habría dicho Basho
si una noche, al morder una manzana, hubiera visto aparecer la luna en su mano?
"Nasho, Nasho", murmuré, para sentirme más cerca del gran poeta.
Luego cerré su Diario de Viaje por la Senda Angosta del Fin del Mundo, apagué
mi lámpara, bajé los párpados y me olvidé calmamente en Chigualoco.
Ignacio Balcells
No hay comentarios.:
Publicar un comentario