Corría por la carretera sin poder olvidar
los espacios en blanco que iba dejando atrás. ¿Los llenaría a mi retorno con
más libertad y novedad que ahora que recién empezaba el viaje y aún iba conmigo
el dios de los comienzos?
A mi izquierda, el mar aparecía y
desaparecía, más cerca, más lejos, más abajo o casi a mi misma altura. De
pronto reapareció al frente, al pie de una larga cuesta recta que yo descendía
a gran velocidad. Era un seno azul de mar bordeado por una playa falcada que la
carretera encerraba como un muro. En una época de mi vida en que yo iba y venía
entre Santiago y La Serena, la aparición siempre sorpresiva de esta playa al
pie del talud, su rápida desaparición y la imagen de claustro blanco y sin un
alma que dejaba en mi memoria de transeúnte la distinguían entre otras playas
semejantes. Pero ahora que iba en un viaje distinto, hecho para detenerme, la
inercia del viaje no fue más fuerte que su atracción. La vi y al punto hallé la
ocasión de frenar. Y sólo entonces recordé -y el recuerdo me hizo enrojecer
como si no hubiera estado solo- que ya una vez me había detenido en esa playa,
que ya una vez había caminado, y no a solas, por su arena. Era la playa de
Chigualoco.
Veintitantos años antes, una mujer y un
hombre muy jóvenes iban hacia el norte en su automóvil y al pasar frente a
Chigualoco la soledad de la playa los subyugó. Pararon. Descendieron el
terraplén, cruzaron una angosta vega y se acercaron a la orilla
resplandeciente. Luego, casi sin hablarse, fueron caminando hacia el extremo de
la playa donde topa con un promontorio escabroso. No sólo no había nadie más a
la vista sino que faltaban huellas de pies en la arena o cualquier desperdicio
de los que deja el paso humano. La pareja estaba a solas y se sentía única, sin
predecesores.
Sin embargo los retumbos del mar no
conseguían ahogar una voz -la voz de un íntimo de ella, quizás la de su padre;
la voz de una íntima de él, parecida a la de su madre-que gritaba
entrecortadamente algo ininteligible. El creía oír un ruego; ella una queja.
Como la voz callaba en las pausas del oleaje, ambos creían que el otro no la
oía y no se sintieron obligados a hablar de ella. Y así, mantenida en silencio,
la voz no les impidió abrazarse, besarse, apurar el paso. En las cercanías del
promontorio, donde un rumor continuo de aguas más mansas sucedió a los retumbos
de las olas, la voz les sonó menos trágica, menos perentoria, casi indulgente.
Podía haber sido la voz de sus abuelos. Y cuando llegaron haciendo eses al
confín de la playa, entraron en una ramada abandonada de mariscadores y se
tendieron en el suelo de arena, la voz que llegaba del lado del mar a través de
las hojas de eucaliptus secas les pareció una voz hecha de muchas voces
reunidas, una ovación de una multitud lejana. Entonces se apresuraron a hacerse
dignos de ella.
Veintitantos años después, caminé a solas
por Chigualoco y no oí el lamento de mi madre, ni el suspiro de mis abuelos, ni
la aclamación de mis antepasados. En el sitio donde había estado la enramada de
eucaliptus no quedaba un palo, una piedra, un alambre. Me senté en la arena
fría, cara al mar, y a la luz ya sin sol del día esperé la venida de la
tristeza. No llegó. Al contrario: a cada minuto que pasaba me fue pareciendo
mejor que no quedaran restos del albergue. Con las palmas de las manos descubrí
los muslos de arena de la playa. Y poco a poco, los fui descubriendo de mi
memoria.
Aquí engendramos un día un ser. De esta
playa de Chigualoco arrullada por el mar, de esta luz tendida como un velo de
sangre sobre la arena, un ser humano nuevo salió en compañía de mi mujer y de
mí. De nosotros no quedaba indicio, pero del invisible todo el derredor lo era.
Si a cada niño sus padres lo llevaran un
día a algún lugar al aire libre y le dijeran: "Aquí te concebimos",
quizás la tierra volvería a ser la esfinge que ya ni las tumbas nos presentan.
Los caminos llevarían a los amantes no a dormitorios como hoy sino a
engendraderos donde podrían yacer al sol o a la luz de la luna. Habría
generaciones de montaña, de llanura, de valle, de bosque, de costa, de isla. Y
tendríamos otro cuerpo, otra nobleza, otro zodíaco. En las crisis de la
existencia, cada cual conocería un paraje donde presentarse ante la tierra,
llorar su vida, hallar consuelo. Muchos años después de ese día de amor en
Chigualoco que no supe celebrar, lo recordé, y para recordárselo a quien no lo
había olvidado, escribí un poema.
Jacqueline,
el hijo que hace tan poco perdimos
y las hijas que ojalá nos sobrevivan
estaban juntos entonces
antes que tú y yo nos conociéramos
y pudorosamente nos inclinaban
como la tierra a dos arroyos
hacia el valle donde van a ser un río.
Ellos, que aún no tenían número, ni sexo,
ni nombres,
nos amaban ya a los dos como si fuéramos
uno,
padecían cuando parecía que no llegaríamos
a querernos,
del aire desesperaban cuando airados nos
heríamos
y antes de nacer creían morir cuando
renegábamos
tú de mí o yo de ti, sin por qué,
alegremente.
Hasta un día entre los días que empezamos
a solas;
un día en que tú y yo nos sorprendimos más
hermosos,
más dulces y menos únicos que todo lo
antes dicho,
y en una arena angosta, temblando de gozo
y miedo,
nos pusimos desnudos a descubrir el fuego.
Ah las llamas con que fuimos convocando
uno por uno a nuestros hijos a sus vidas
a lo largo de la vida de nosotros.
Recuerdo que quedamos la noche de ese día
como queda la tierra sumida en su ceniza
mirando las estrellas que el sol deja en
el cielo
encendidas en prenda de su vuelta.
¿Cómo no transcribir a continuación una
maravillosa nota de Juan de Mairena? "Otro acontecimiento, también
importante, de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fue que unos delfines,
equivocando su camino y a favor de la marea, se habían adentrado por el
Guadalquivir llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad acudió mucha gente,
atraída por el insólito espectáculo, a la orilla del río, damitas y galanes,
entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por vez primera. Fue
una tarde de sol que yo he creído o he soñado recordar alguna vez". Nota a
la que me gustaría agregar que todos los hijos de esta pareja sevillana
nacieron con el blanco de los ojos rosado, del color que se les pone a los que
han nadado largo tiempo...
Ignacio Balcells
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