Apoyadas en una ladera de rocas plomas y
rodeadas de arbustos verdinegros, las dos o tres casitas de Polcura parecían
hechas con el maderamen de un clíper. Mohosas, humosas y esparrancadas
contrastaban violentamente con la nitidez de líneas y el brillo de colores del
único bote varado ante ellas. El bote tenía algo de artefacto de feria de
diversiones, de encatrado de ruleta con mil capas de pintura. Y los dos
pescadores acodados en él, vestidos de día domingo, algo tenían de tahúres.
Casas ruinosas y ternos flamantes parecían la ilustración de un apólogo sobre
la vida dedicada al azar. ¡Hasta el mar de la caleta tenía un aire de tapete
verde!
Pese a su
aspecto nada promisorio, los pescadores de Polcura me contaron algo que después
vine a recordar con alegría. Su bote, hecho según una plantilla de chalupa
ballenera, había sido construido en la isla Juan Fernández con madera de ciprés
autóctono. Recordé el tono engañosamente neutral del que aportó el dato y la
ojeada indiferente que le eché a cuadernas y costillas. Sospechaba que los
dueños de la embarcación eran incapaces de distinguir una tabla de ciprés de
Juan Fernández de una de Valdivia o de las Guaitecas y que mencionaban el lugar
de origen de la madera llevados por una vanidad tan pueril como la del dueño de
un auto que alardea de sus neumáticos llenos de aire japonés.
Los nombres
de lugares son de cuidado. Salen al camino, incluso cuando el que viaja viene
de vuelta de cualquier exotismo; salen al camino, se hacen de ti y te
transportan a sus términos. Así fue con el nombre Juan Fernández y los nombres
asociados de isla y de ciprés. Al poco de dejar Polcura se presentaron en mi
memoria y en un dos por tres estuve en medio del océano Pacífico. Vi una isla
coronada de cipreses, fija en el mapa gracias a ellos. La luz de las estrellas
había hecho de sus follajes verdes astro-labios, y la del sol había hecho de
sus troncos timones blancos más sólidos que el granito. Eran los árboles más
marineros del mundo. Construido con su madera, el bote de Polcura no haría
agua, no sería atacado por la broma, no derivaría fuera de rumbo, no se iría
por ojo ni volcaría nunca.
Entonces
recordé que los antiguos tenían al ciprés por un árbol fúnebre, infernal, con
cuya madera construían ataúdes cuando los muertos todavía navegaban, y toda mi
impresión de Polcura cambió. La facha de tahúr de los pescadores no era tal
sino de deudos que participan en un oficio de difuntos. Y en el modo en que
consiguieron la madera de su bote reconocí ahora un rasgo infernal. Según me
contaron, quien va a Juan Fernández por madera no necesita llevar plata: allá
dan un ciprés crecido a cualquiera que plante quinientos árboles nuevos. Un
trueque así ¿no tiene un no sé qué de trabajo en el otro mundo? ;No se asemeja
a las leyendas en que el héroe gana su retorno a la vida a fuerza de repetir
una operación destinada a espesar el mismo infierno en que se ha aventurado?
¡Nemorosa Juan Fernández!
Ignacio Balcells
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