Unos pocos kilómetros al norte de Polcura me
detuve en otro lugar costero. Era mi primer día de viaje y ya se hacía presente
un tensión que no me dejaría más: la tensión entre el celo catalogador del
viajero y la licencia articuladora del poeta. Según el primero, no debía pasar
por alto un solo lugar con nombre de la costa de Chile; la segunda me exigía
saltarme muchos lugares para no perder la trama del viaje. En la disyuntiva
será mi cuerpo -mi don de aliento-el que seguramente irá zanjando cada vez.
Pero yo que
devoro el libro de Jonás dos veces por año no me habría perdido la playa de La
Ballena aunque el ritmo más irresistible me instara a seguir camino. Una playa
llamada La Ballena tenía que tenerme reservada más de una maravilla.
¡Qué difícil
fue encontrar la playa en el desolado loteo que la escondía! Las anchas
peladuras terrosas por las que conduje el furgón de tumbo en tumbo; los pinos
deformes y los aromos desgajados; los bungalows y chalets tapiados, a cual más
barato y peripuesto; los carteles que se caían en los retazos invendibles del
erial, todo parecía puesto adrede para contrarrestar el nombre maravilloso.
Allá en Santiago, me dije, los dueños de estos tristes chalets sueñan que son
grandes marinos, que son héroes que no se han achicado ante el espacio del
mundo ni se han quedado cortos en el cálculo de su propia leyenda. Allá en
Santiago, los dueños sueñan que este desparramo de reductos es una flota que
tiene bloqueada la playa de La Ballena para que ningún advenedizo acceda a ella
sin rendir sus ilusiones, para que nadie que llegue atraído por el nombre vaya
a creer que hay algo detrás de él.
Con furia
creciente circulé por los astutos vericuetos de los loteadores, y tras dar
vueltas y más vueltas di por fin con el único camino que conducía hasta la
playa. En la pequeña playa había un hombre. El seno de arena rosa tendido ante
un mar en la cumbre de su arte de atardecer acogía al solitario con una
candidez que me desarmó. Parado a prudente distancia del agua y con su brazo
derecho semiextendido en esa postura del pescador de orilla que parece una
presentación de credenciales al mar, el hombre estaba a sus anchas en la playa
aunque pertenecía sin lugar a dudas a la ralea de los dueños de los bungalows.
Su gorro variopinto de lana, su cortaviento azul con gran sigla, sus flamantes
botas de goma, su morral lleno de hebillas, el reflejo cosmopolita del
horizonte rojo en sus anteojos verdeoscuros, la ansiedad incompetente de sus
pases piscatorios, nada suyo hacía mella en el candor de La Ballena. Aunque un
personaje así puesto en un jardín habría adocenado con su facha a las flores,
la pequeña playa lo incluía en su soledad invernal como habría incluido a una
foca o a un ave migratoria llegada del otro lado de la tierra. ¿De dónde sacaba
la playa su resistencia inaudita?
Me aproximé
al hombre caminando lentamente por la arena silenciosa. Suponía que había visto
llegar mi furgón y que estaría preparado para mi acercamiento. Pero como a la
luz del anochecer los rasgos se emborronan y los bultos se agigantan, consideré
que debía prevenir cualquier aprensión y me detuve a unos diez pasos suyos. Le
pregunté por la pesca.
-Malona
-murmuró sin mirarme. Le pregunté por el pescado que tenía a sus pies.
-Un tomollo
-dijo y lo topó con la punta de su bota. Le pregunté por el nombre de la playa.
-La Ballena
-respondió y se volvió hacia mí con incierta sonrisa.
Como si
hubiera pronunciado un ensalmo, apenas el solitario pronunció el nombre de la
playa, la playa se transformó en un vientre de arena y aire que lo contenía, en
un cuerpo de arena orlado de espuma que lo transportaba y en una boca de arena
guarnecida de escollos que lo vomitaba en tierra firme. Y yo me hallé ante
Jonás.
Ignacio Balcells
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