miércoles

UN NAUFRAGUERO


   Once kilómetros al norte de La Ballena me detuve en la caleta Los Molles el tiempo justo para interpelar a los tripulantes de un bote que se llama Corazón Viajero. A los tres muchachos llevar la palabra "corazón" en la proa los mortifica (un hombre de mar tiene pelotas, no corazón) y el siempre prestigioso epíteto de "viajero" no basta para que lo encuentren más viril. Les pregunto qué otro nombre querrían para ese bote que no es suyo. O no se les ocurre otro o no se atreven a decir las obscenidades que brillan en sus miradas. Mientras tanto sus manos, como si no les pertenecieran, anudan femenilmente los hilos rotos de su red. ¿Qué les habría parecido a esos muchachos de Los Molles el nombre inaudito de un bote que encontré algo más adelante en la caleta Totoralillo sur? ¿Habrían reemplazado "Corazón Viajero" por "Regresa el Difícil"?

   Pasé por las afueras de Pichidangui. Incluso en la época del abandono invernal, los balnearios me dan grima. Siempre me dan la impresión de que pertenecen a raqueros, a naufragueros, a gente que vive de pecios. Y si en los balnearios nadie enciende fogatas las noches de temporal para atraer barcos a los escollos donde naufraguen y libren sus cargas es porque han aprendido a engañar al más rico de todos los barcos, al mar mismo, a hacer que encalle y se vaya a pique en su misma orilla y les libre pecios nunca vistos. Para engañar al mar les basta levantar en una playa las señas de un balneario. Ipso facto el mar entra, choca, se rompe y desparrama. Entonces recogen el bronce del mar con su cutis; con la nariz al viento recogen la sal del mar; con el paladar, su yodo; con la vista, sus esmeraldas; con el cuerpo a flote, sus plumas, y de la mañana a la noche, mano sobre mano, recogen el oro del ocio del mar.

   Cierto es que yo también soy un naufraguero. Ando por la costa en busca del mar que es el pecio del diluvio. Y no dudaré en encender aquí y allá fogatas poéticas que fulguren y atraigan a la orilla a los mares más raros, al mar que no se deja convencer por los litorales, al mar que apenas se deja ver en el horizonte y que hasta hoy nadie sabe qué tesoros porta. Pero las señas corrientes no me ayudarán a atraerlos, y los pecios habituales no calmarán mis apetitos. A la vuelta del viaje quizás podré entrar con mi botín a cuestas a cuanto Pichidangui se me antoje.


Ignacio Balcells


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