En otras orillas uno puede pararse ante el
mar como quien está fuera de él gozando de su peso y de su aliento. En La
Ballena no. En La Ballena uno no está todavía en tierra firme. En La Ballena
uno está entre el mar -que en vez de evasión ofrece muerte- y la tierra -que en
vez de vida ofrece destino.
Un hombre solo en la playa de La Ballena
puede haber jubilado después de treinta años de trabajo en algún servicio
público; puede haber construido un bungalow gracias a algunas provechosas
cerradas de ojo; puede haber venido a la costa a vivir con una mujer más joven
o para alejarse de unos hijos en la ruina; puede creer que el aire de mar le
hará bien a su corazón, o a sus nervios, o que oreará no sabe qué murria que le
sobrevino de la noche a la mañana; puede haber venido a echarse a morir en la
misma arena en que hizo su último castillo; puede esperar del mar un perdón que
no exige confesión previa, que da por descontado el arrepentimiento, que por
penitencia apenas impone la letanía de sus olas; puede confiar en que los años
de vida que le restan pasarán más lentos en la costa y que la muerte le llegará
con la misma dulzura con que bajan las mareas... Todo esto puede uno imaginar
de un hombre solo en la costa; pero como está en la playa de La Ballena no hay
manera de cerrar los ojos ante su otra dimensión.
El hombre éste es más lógico que el profeta
y comprendió que ningún barco lo llevaría a una guerra donde no oyera la voz de
Dios. Y se quedó en su casa como si tal. Su desobediencia sin embargo no tardó
en tener efectos. Porque ineluctablemente su casa se fue transformando en
barco, sus parientes y amigos en marineros, su ciudad en mar borrascoso y su
tiempo en naufragio. Mantuvo cuanto pudo un perfil bajo pero llegó la hora en
que los demás descu-brieron su secreto, que por culpa suya zozobraban, que era
él quien llevaba la carga fatal de un Dios desobedecido. Entonces, con gran
dolor de su parte, lo echaron por la borda. Y el hombre vino a parar a La
Ballena, sano, salvo, solo, perplejo.
¿Está muerto
o vivo? ¿Dónde está? Día tras día examina la penumbra intestinal del cielo, los
jugos y la flora intestinal del mar, y escucha los rumores de una digestión en
que todo: la arena, el agua, los árboles, los pájaros, las nubes, las brisas,
la luz, todo, excepto él mismo, es alimento. ¿Qué lo preserva? ¿Será
transitoria su estadía en la playa? ¿Todavía le espera algo en las afueras?
En La Ballena no se oyen voces divinas, no
hay orden que rehuir, nadie lo acusa de nada ante nadie. Abandonado de Dios y
de los hombres, el hombre tararea un de pro-fundis y pierde la cuenta de los
días apenas cumple tres.
Sin embargo,
ni cae de rodillas ni me saluda como una aparición al verme llegar a su playa.
Yo no soy una señal de que La Ballena lo dejó otra vez en tierra. Seguramente
me toma por otro como él, por otro que cargó con su rechazo el mundo, fue
lanzado por la borda y cae, ni vivo ni muerto, en su lugar de confinación. Para
este hombre nadie llega a La Ballena inocentemente. La Ballena es el lugar de
los que quedan cara al mar por haber vuelto la espalda a Dios.
¿Qué camaradería podría establecerse entre
un abismado viejo como él y uno que recién viene entendiendo el sitio en que se
halla? Si estuviéramos en el infierno, nuestros respectivos dolores nos harían
odiarnos; en el cielo, nuestros gozos, amarnos; en el purgatorio nos
compadeceríamos mutuamente; en La Ballena nos observamos como dos luchadores, y
en la ropa, el calzado, la parada, la mirada, en todo signo exterior buscamos
respuesta a la pregunta que nos enloquece: ¿cuál es su Nínive? ¿Cuál es su
Nínive? Y si cambiamos algunas palabras no es porque hayamos deducido que no
somos antagonistas sino porque el aspecto no nos basta y queremos oír hablar al
otro, saber cómo pronuncia, qué palabras emplea, qué timbre tiene su voz, a ver
si los datos sonoros terminan por desenmascararlo.
En cuanto a mí, lo poco que el hombre dijo
me bastó.
-Jonás, Jonás -debí decirle- la Nínive que
te espera no es la que me espera a mí. Nunca entraremos en competencia tú y yo.
Tu facha, tu edad, tu acento son muy distintos a los míos. De la ciudad a la
que te negaste a ir yo no he oído hablar en mi vida; y mi Nínive es para ti
inimaginable. ¡Paz, profeta! Aprovechemos este intertanto en que nos
encontramos juntos fuera de la vida para hablar del Dios que rechazamos. ¡Es lo
único que tenemos en común! Contémonos qué fue lo que un día oímos, cuánto
demoramos en convencernos de que era Su palabra, cómo pasamos de la sorpresa al
terror. Confesémonos nuestra cobardía, si fue ingenuidad o estupidez la que nos
hizo creer que nos olvidaría y que pasado algún tiempo podríamos volver a
caminar en Su presencia como si nada. Dime, Jonás, tú que llevas más tiempo en
este vientre estrellado ¿te diriges todavía a Él? Dime cómo haces para hablarle
si no escuchas Su voz; qué palabras tuyas no en sordina la arena, ni ahogan las
olas y se alzan más que los vientos hacia Su silencioso corazón. ¡Dime qué
clamas! ¿Denuncias acaso mi llegada a La Ballena? ¿Reclamas por la degradación
que supone para ti mi venida? ¿Le recuerdas a Dios que un minuto con otro Jonás
vale por mil días a solas, que desde que puse el pie en la playa tu reclusión
pasó de triste a cruel, que conmigo aquí ves que todo cuanto yace, huele,
revienta, sopla y brilla a tu alrededor se desentiende de ti, que mi presencia
arruina el trono en que penar te ennoblecía?
Todo esto debí decirle y más. Pero al ver
que el hombre callaba lo imité.
Ignacio Balcells
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