A una alta hora de la noche desperté, palpé
mi muslo izquierdo y me dije: aquí termina el viaje. Lo sentí enormemente
hinchado, con esa hinchazón indolora típica de la sangre embolsada.
Aterrorizado, recogí mi mano y me puse a pensar en mi edad. ¡Qué ironía! Ahora
que gracias a mis años sabía dónde poner los pies, mi cuerpo caía en unos
precipicios interiores que yo ignoraba absolutamente. Volví a despertar cuando
la luz del sol aclaraba ya la caja de hojalata blanca y húmeda en la que yacía
boca arriba. De un tirón corrí el cierre relámpago del saco de dormir, me senté
v examiné mi muslo. Estaba igual al otro. Salté fuera del furgón y di unos
pasos, atento a cualquier síntoma. Nada. ¡Soñaste! me dije. Y medio desnudo
como estaba me puse a cojear en la arena para burlarme de mi terror. Pero yo
sabía que mi terror no había sido producido por un sueño, y remedar a un cojo
no bastó para tranquilizarme. Volví al furgón y me metí nuevamente en el saco.
Temblaba de frío y de recelo. Pensé en los ángeles que baldan a los hombres.
Pensé que lo de la noche podía haber sido una advertencia para que dejara de
confundir la costa marina con la celeste.
Un tremendo resoplido interrumpió mi examen
de conciencia. Corrí la puerta lateral de mi recámara rodante y quedé mirando
de hito en hito una pareja de caballos. ¡En mi vida vi animales vivos más
esqueléticos y llenos de mataduras! La aridez de la arena en donde hundían sus
cascos, el paredón de agrietadas rocas contra el que se recortaban sus figuras,
el terral helado que desgreñaba sus testuces y hacía lagrimear sus enormes ojos
oscuros, el rugido del mar inmediato que parecía encogerlos, toda la atroz
escena fue tan sorpresiva que se me llenaron los ojos de lágrimas. ¡Dios mío!
¡Las llagas rojas y los costurones blancos del espinazo del alazán! ¡Las patas
hinchadas y de rodillas más gruesas que codos de olivo del tordo! ¡Sus pezuñas
despeadas, su crin a pedazos, sus orejas desiguales, sus costillas saledizas!
¡Y la luz que no acrimina, la luz intacta de su mirada!
Como uno al que le llegó la hora de rendir
cuentas, me vestí y calcé en un instante y salí despacio del furgón. Me
figuraba que los dos vivientes tendrían horror al hombre. Pero al verme afuera,
desviaron nada más sus cabezas gachas para quedar mirándome de perfil. Aunque
compartíamos el suelo de arena ennegrecida por el rocío, las bestias estaban
tan herméticamente encerradas en su carne viva que yo me sentía aparte de
ellas, tan lejos como se siente un deudo del muerto a quien vela. Mi compasión
no las acercaba; tampoco mi cólera contra sus verdugos; tampoco la culpa que
sentía por tener yo también pies y manos. El espacio que hubiera querido cruzar
en un arranque de ternura se volvió impene-trable como una ventana. Contemplé
las afueras donde sufrían los dos inaccesibles seres hasta que al fin, vencido
por su silencio, me puse a gritar y a agitar los brazos para ahuyentarlos. Como
si hubieran estado midiendo mi aguante, volvieron grupas a una y se alejaron,
tan cojos que a cada paso hincaban sus hocicos en la arena.
Desde el balcón de rocas donde había
estacionado el furgón los vi salir a la escena deslumbradora de la playa,
avanzar hacia el mar que se venía abajo vitoreándolos, virar y seguir por la
orilla imperturbablemente. Gaviotas y golondrinas alzaron el vuelo para
enjaezarlos con alas y sombras de alas. De súbito, la pareja de caballos se
transfiguró en una única bestia fabulosa. Y en ese mismo instante Jonás entró
corriendo a la playa y se le aproximó con la mano en alto. La gran bestia se
detuvo. El hombre avanzó pasito a pasito hasta tocar una de sus cabezas. Quizás
le hablaba: la distancia, el ruido de las olas y el terral que corría esa
mañana en La Ballena me impidieron saberlo.
Algo más tarde, un quiltro encogido se puso
a rondar el furgón mientras tomaba desayuno. ¡Con qué alivio vi que engullía el
pedazo de pan que le eché!
Ignacio Balcells
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